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Un doloroso recuerdo

El pasado miércoles se celebraba el Día Internacional del Teatro, una jornada conmemorativa que se lleva a cabo anualmente cada 27 de marzo desde 1962, tras su instauración el año anterior por la UNESCO a través del Instituto Internacional del Teatro con el objetivo de promover el arte de la escena en todas sus formas resaltando el papel fundamental que desempeña en la diversidad cultural y el intercambio humano en todo el mundo. Una celebración que tiene su manifiesto en el mensaje que cada año firma alguna personalidad destacada del universo teatral, un texto que este año rubricaba el premio Nobel de Literatura del pasado año y dramaturgo noruego Jos Fosse y en el que venía a señalar que, como todo buen arte, también el teatral  “en el fondo, gira en torno a lo mismo: tomar lo singular y específico para hacerlo universal (…) no eliminando lo singular, sino enfatizándolo; dejando que lo extraño y lo desconocido brille claramente”. Con la aún reciente buena sensación que el último día de febrero nos dejara a cuantos tuvimos la fortuna de contemplarla la representación en el Teatro Auditorio de nuestra capital provincial del montaje de Eduardo Galán de “Las guerras de nuestros antepasados” de Miguel Delibes con la espléndida corporeización de su protagonista llevada a cabo por Carmelo Gómez en interpretativo tándem con Miguel Hermoso, a este articulista, que desde hace ya tanto ha seguido el devenir del arte de las tablas en el rodal conquense, la celebración  volvía sin embargo –espina clavada en su corazoncillo de, permítanme el término, “teatrófilo”– traerle el doloroso recuerdo de la desaparición, hace ahora dos años y justo, para más inri, en el que cumplía los cincuenta de mantenida existencia, de la Asociación Conquense de Amigos del Teatro, un colectivo que desde su nacimiento en, ya que de teatro hablamos, temporada 1971-72, para intentar potenciar la actividad escénica en la ciudad, estuvo íntima ligada a ese su  discurrir –con hitos además tan significativos en esa su historia como la organización de las Semanas de Teatro Independiente de la segunda mitad de los setenta del pasado siglo– en un entusiasta hacer que hasta la inauguración del propio Auditorio casi cabría decir que vertebró el desarrollo de la práctica escénica  en nuestros lares, para, tras la apertura del edificio de la Hoz del Huécar, seguir machaconamente pugnando en paralelo con la oferta de aquél en su defensa del arte de las tablas con una continuada política de contratación de representaciones especialmente ejemplificada, a partir de 1996, en las alternadas convocatorias de la Bienal de Teatro de Actor, Bita, y Titiricuenca. Ojalá no hubiera ocurrido ese su mutis del escenario conquense que además –¡ay! – bien se sabe que en estos asuntos lo que dice adiós es casi imposible que pueda recuperarse. Pero bueno, ya se sabe, lágrimas aparte, la vida sigue, o, como más que nunca viene al caso, la función debe continuar. A la espera quedamos de la siguiente puesta en escena.