Cal y arena
Entre las múltiples referencias noticiosas aparecidas estos días en los medios al hilo del Día Internacional de la Violencia de Género hay una que a este articulista le ha parecido especialmente relevante por más de un motivo. Uno de ellos, el principal, la propia relevancia del hecho: la aprobación por el Parlamento italiano de una ley que introduce en el código legal del país transalpino el delito de feminicidio ya que antes lo que su legislación preveía era solo un agravante específico para los asesinatos que pudieran entrar en la definición de feminicidio, es decir, el asesinato intencional de una mujer por el hecho de ser mujer –lo que en nuestro país la ley recoge desde 2004 como asesinatos por violencia de género– pero no era considerado un delito en sí mismo como sí lo será a partir de ahora, un delito para el que la ley aprobada prevé penas que pueden alcanzar la cadena perpetua. Otro motivo es para mí el que esa ley, que tras haber recibido el visto bueno del Senado era aprobada en la Cámara de los diputados precisamente el martes, fecha de la mencionada celebración contra la violencia de género, haya sido impulsada precisamente por el gobierno ultraderechista liderado por Giorgia Meloni. Y aún un tercero: el que esa aprobación se llevaba a cabo por una amplia mayoría lo que conducía a la presidenta italiana a recalcar que el proceso era toda “una señal importante de cohesión política contra la barbarie de la violencia contra las mujeres”. Claro que por usar la entre nosotros popular locución coloquial de dar una de cal y otra de arena –y dejando aparte la existente controversia sobre si el tipificar el feminicidio como delito autónomo asegura o no, como advierten algunos expertos, una redacción real de este tipo de crimen– junto a esta referida aprobación subsiste otro aspecto para el que no reina precisamente el consenso: el que, como se ha cuidado de recordar críticamente la oposición de centroizquierda, el enfoque del ejecutivo italiano sólo abordaría el aspecto criminal del problema pero no ataca causas sus factores económicos y culturales, una crítica que se inscribe en el actual debate establecido en el país sobre la introducción o no en las aulas –y si sí cómo– de la educación sexual y emocional como forma de prevenir la violencia de género. Es un debate en el que por el momento, según las informaciones que nos llegan, el ejecutivo se plantearía prohibir este tipo de actividad educativa en los estudiantes de primaria y exigir el consentimiento explícito de los padres para cualquier lección que pueda plantear esos temas en la secundaria, ya que la coalición conservadora considera que así protege a los menores de lo que califican como “activismo ideológico” –¿les suena?– en tanto que la oposición tilda tal planteamiento de “medieval”, indicando, por boca por ejemplo de la secretaria del Partido Democrático Elly Schlein que “la represión no es suficiente sin prevención, prevención que sólo puede comenzar en las escuelas”, en afirmación que quien esto firma cree que es bastante razonable ya que uno está más que convencido, déjenme que les diga, de que el problema de la violencia de género, tanto allá como aquí vaya si no tiene motivaciones raíces culturales y sociales que precisan de una eficaz y temprana acción educativa.