La añagaza teológica y la Inmaculada
La Fe es poco más que una interiorización mística de la mitología divina, magnificada para llenar los espacios vacíos del espíritu humano, y una de sus consecuencias más comunes es el sometimiento de la voluntad a las directrices potestativas de una secta, que acaba por reducir al sujeto a una dependencia espiritual exclusiva y cómplice de las peores estrategias de enfrentamiento entre los seres humanos: todas las guerras son, esencial y generativamente, religiosas, porque el aislamiento tribal es el peor acicate contra la solidaridad humana, que es uno de los mecanismos primarios de la evolución y supervivencia de la especie.
La disciplina sectaria es coherente con la naturaleza de la FE, pues el análisis del código de conducta por excelencia, la Sagrada Escritura en el caso del judeocristianismo, resulta imposible con criterios racionales a causa de sus ridículas contradicciones e inexactitudes/errores antitéticos, por no hablar de sus anacronismos y, sobre todo, de los condicionantes teológicos; he ahí la falacia de las religiones del Libro, y en esto irrumpe la Teología: para armonizar una serie de elementos que se dan de bruces entre sí, sin posibilidad de argumentación lógica, pues está dirigida a convencer a una feligresía dominada por las fantasías de la superstición religiosa. Y en nuestro caso, la mayor contradicción es de naturaleza ética: es moralmente imposible armonizar la paternidad del malvado Dios Padre antiguo con la dulzura utópica del Hijo nuevo, cuyo mensaje amoroso universal es, por otra parte, inaplicable; por poner sólo un ejemplo: no es posible, ni justo, amar al enemigo exterminador de los tuyos y destructor de tu hábitat. Insisto: sólo la solidaridad de la especie nos une y nos protege de la extinción.
Sencillamente, el Dios del AT es absolutamente incompatible con el Dios del Nuevo. Aquel, resulta ser un espíritu cruel y vengativo, un enemigo inconciliable e incompatible con éste, en una guerra politeica eterna, inconclusa. La asociación forzada se explica si se tiene en cuenta que, por nacimiento, no hubo más remedio que asimilarlos a como diera lugar: la Trinidad inventada, pues, en sus inicios, los cristianos, despectivamente apodados nosrim (nazarenos), eran una de las numerosísimas sectas del judaísmo, poco a poco marginada de la sinagoga hasta su exclusión definitiva, hacia los años 60 de la era común. Describo esa traumática disidencia en el cap. XV de mi libro LAS TRAMPAS DE LA FE (2023).
Pero el mal ya estaba hecho y había que asumirlo, pues la divinidad no rectifica: por definición, no se equivoca. El Viejo Testamento es una carga moral pesadísima para el cristianismo, pero para nosotros eso es indiferente, porque los católicos no leemos nunca la Biblia: nulla scriptura, ni la nueva, ni la antigua, privados de su traducción en las lenguas vernáculas durante siglos, y sólo la conocemos de segunda mano, de oídas y adulterada por la perícopa sectaria, lo que estrictamente debería considerarse una negación sistemática de la supuesta palabra de Dios. Pero no hay cristianismo posible sin la lectura de, al menos, el Evangelio; ese es el pecado básico del catolicismo que el resto de cristianos nos reprochan, aunque, hay que decir, es precisamente la elaboración de una teología ad hoc, libro de instrucciones de lectura del contradictorio y a veces absurdo relato/mensaje bíblico, lo que ha dado en una creencia más racional y fundamentada, mejor estructurada para ser impuesta y obedecida, aunque, al fin, muy lejos de ser una creación filosófica/científica incuestionable, por más que la Patrística y la Curia se empeñen en demostrarlo. Pero casi exclusivamente los católicos poseemos teología argumentativa, el resto de hermanos en Cristo, mayoritariamente, se dedican a intentar pragmatizar el mandato evangélico, cada uno a su manera, y a cantar las excelencias del Dios protoevangélico. Los israelitas están naturalmente excluidos de esa servidumbre teológica cristiana: tienen la suya propia, en contraposición a la cristiana.
Al final, las tornas se giraron contra los judíos, que encontraron en el cristianismo al peor enemigo desde la estatalización impuesta por los emperadores Constantino y Teodosio, a partir de la cual, salvando el efímero y luminoso período juliano de un año y medio, los cristianos procedieron, primero, a la destrucción sistemática del patrimonio sagrado y monumental pagano, y después, al acoso religioso y social del pueblo mosaico, aunque eso ya corresponde a un relato/análisis histórico más amplio y detallado. No sobra comentar que ambos emperadores fueron, y en especial el primero, dos de los césares más sanguinarios de la madre Roma; no obstante, en las sectas ortodoxas orientales, Constantino es un santo imaginero canonizado, pero recordemos sólo una de sus crueles salvajadas: supuestamente, se convierte al catolicismo para hacerse perdonar el horrible asesinato de su hijo Crispo y su segunda mujer, Fausta, que muy probablemente mantenían relaciones adúlteras. Esa es una de las gangas del triunfo del Cristianismo: el consuelo/panacea del perdón en vida; no puede haber mejor señuelo mental para dormir a pierna suelta, a la vez que licencia para pecar sin tasa; ¿qué más da, si el párroco nos va a absolver de nuestros crímenes? En efecto, lo sabemos: no es lo mismo absolver que perdonar, potestad exclusiva de Dios, pero la distinción es tan enrevesada, artificiosa, ficticia y tramposa, que nos sentimos incapaces de dirimir, y desde luego la fe sencilla no sabe ni se atreve, ni siquiera con la ayuda de la Teología.
No obstante, al hablar de religiones del Libro, hay que hacer una salvedad con el Catolicismo, que es, gracias a la Teología, una especie de cristianismo elaborado andando de puntillas sobre la Biblia; de hecho, no en balde la Iglesia prohibió la lectura comprensible del Libro durante siglos y siglos, hasta tiempos muy recientes (finales del XVIII); la simple posesión de una Biblia traducida, o simplemente anotada, comportaba la condena inquisitorial, aunque existían algunas traducciones para usufructo de élites intelectuales y eclesiásticas desde el s. XIII. Aun así, no nos hemos perdido casi nada, pues su descabellada interpretación es innecesaria, y además ha sido impuesta en la manipuladora perícopa sacerdotal en uso y abuso del endiosado Magisterio de la Iglesia, y a lo que íbamos: para entapujar los problemas suscitados por las naturales insensateces del Texto, se crea la Teología, un artificio argumentador enrevesado, dotado de supuesta racionalidad inventiva, embaidor y trapalero, pero exento de toda lógica inductiva, un engañabobos bendito creado para atajar la insumisión sectaria, porque al fin, la fe religiosa no es más que sumisión a la secta; los demás, infieles, ingratos negadores de la mano tendida de Dios.
La Teología se atreve incluso a demostrar matemáticamente hasta un total de 44 dogmas tan descabellados como la Santísima Trinidad (el 325, en Nicea), la virginidad perpetua de María (431, Éfeso), y de hace cuatro días, la Inmaculada Concepción (1854) y su ascensión a los cielos en cuerpo y alma (1950); ¡pobre y ninguneada mujer!, víctima de un machismo arcaico desenfrenado: en el Evangelio, la única fuente disponible no obstante su mediocre fiabilidad histórica, se la cita apenas 5 veces y muy pobremente, no obstante detentar el espléndido cometido de ser la madre de Dios. La diosa Rea/Cibeles, la Magna Mater del panteón olímpico, recibe un trato infinitamente mejor y más justo en la Teogonía.
Acabemos: sólo la Ciencia persigue, constata, alcanza y estructura el conocimiento, que es, por cierto, fruto de un proceso eternamente inacabado. Nunca alcanzaremos el saber absoluto, pero lastres como la fe, y su panacea justificadora, la Teología, obstaculizan con eficacia destructiva el camino a la Verdad de la buena. La Fe, convertida en religión, da en disciplina sectaria/corporativa provista de un código de conducta obsesivo, autoritario, que incluso codifica el modo de relacionarse con el totem divino: fórmulas establecidas como el credo, la salve, el padrenuestro, el Avemaría, ¡el rosario!, auténticas monsergas repetitivas y despersonalizadas que anulan la libertad de interpelar en libertad, dificultando la cercanía y el significado de algo tan evanescente, personal, íntimo, exclusivo, misterioso, oculto e inexplicable como Dios.
Y no; no nos liemos en polémicas absurdas y estériles, ¡estériles y absurdas! Yo, me limito a hacer una interpretación campechana del hecho religioso, con la segura aquiescencia de Dios, pues, al fin y al cabo, los simples poseeremos el Cielo: es nuestro, aunque allá nos veremos todos, gracias a la generosidad con frecuencia inmerecida, y la voluntad paternal del Dios bueno: el nuestro. El otro, lo sabemos, es malévolamente capaz de inducir a cometer crueldades inenarrables, tanto antiguas como recientes, y muy actuales.