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Julio Magdalena Calvo
Julio Magdalena Calvo
09/08/2020

Las coronas

Estaba la otra tarde sentado en la terraza del bar del pueblo donde trato de paliar los rigores de este duro estío (me refiero al pueblo, no al bar), charlando tranquilamente con unos amigos, aunque acabo de caer que como todos llevaban la mascarilla puesta, realmente no estoy seguro que todos fueran mis amigos, es más, no estoy seguro que ni siquiera uno solo lo fuera, cuando a alguien se le ocurrió decir: si el camarero fuera un robot, habría menos riesgo de contagio del coronavirus. −Ni del coronavirus ni de otras coronas −se me ocurrió decir, como el que no quiere la cosa.

− ¿Se está usted refiriendo a la corona de España? −me interpeló un corpulento señor cubierto de una mascarilla negra adornada con la bandera de España, que salió súbitamente de detrás de mi silla sin guardarme el mínimo respeto y ¡lo qué es peor! sin mantener la distancia de seguridad, lo que convendrán conmigo que no está nada bien dados los tiempos que corren.

− En absoluto caballero −le contesté, recuperando a duras penas el aplomo qué no del todo el aliento. Estaba pensando en otras coronas, como por ejemplo la circular, que se emplea en cualquier época, pero sobre todo en reyes, por lo del roscón, ya sabe; de la dental, que ya necesitamos muchos y de la de flores que nos mandaran en un futuro espero lejano y que, por desgracia, no la podremos ni apreciar ni agradecer.

− Ah, sí es así, usted perdone, se disculpó el caballero−, pero es que estos días con el asunto de don Juan Carlos, estoy un tanto alterado, porque con todo lo que ha hecho el rey por este país, y ahora, tiene que pasar por un trago tan amargo que no lo quisiera ni para mi peor enemigo. Bueno para ese sí, masculló para sus adentros.

− ¿Decía usted?

− No, nada, que con los ataques que está sufriendo, no ha tenido más remedio que irse de aquí.

− ¿Del pueblo? −pregunté sin el menor grado de malicia.

− ¡De España, coño! −me contestó en un tono que evidenciaba que no había percibido que en mi pregunta no existía el menor grado de malicia.

– Es que las informaciones que están saliendo sobre sus actuaciones, no le dejan en buen lugar que digamos, ni ética, ni política, ni judicialmente −le dije para que viera que no me iba a achicar fácilmente. Guardando la distancia de seguridad, eso sí, pero más por responsabilidad que por miedo, que conste.

– Eso es una insidia más de los que quieren cargarse a la monarquía a cualquier precio, porque sabido es que la ética atañe a la persona, la política no es asunto de la jefatura del estado sino del gobierno y, por último y más importante, hasta que los jueces no dictaminen que ha existido delito, en un estado de derecho como el nuestro, prima, como valor supremo, la presunción de inocencia.

− Entonces no se preocupe, hombre −dije rápidamente para rebajar la tensión que proyectaba hacia mi persona el individuo en cuestión−, porque es más que probable que don Juan Carlos vuelva y, además con todos los honores.

− ¿Está usted seguro?

− Absolutamente, caballero, porque como ha dicho el rey emérito en más de una ocasión: La justicia es igual para todos. Y lo dije sin el menor grado de malicia, por supuesto.

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