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Orión
27/09/2013

Antojos

No sabemos lo que ocurre en el seno del Consorcio. Ni queremos saberlo. Lo que sí comprobamos es que no sirve para lo que fue diseñado por sus artífices cuando nació en 2004.


No parece ser el lugar de encuentro institucional destinado a “promover y coordinar las acciones que las Administraciones y Entidades que lo componen deban realizar en Cuenca dirigidas a la conservación y revitalización del Patrimonio Cultural de la ciudad y al desarrollo y potenciación de las actividades culturales y turísticas vinculadas a ella”, criterio con el que empezó su andadura.


Hoy traslada la imagen de un espacio para la confrontación y la gresca y por lo que parece deducirse del último comunicado del presidente de la Diputación (suponemos que apoyado por el delegado en Cuenca del Gobierno regional) un espacio para la amenaza… incluso de desaparición. La coordinación y promoción que es su seña de identidad, se realiza a través de un presupuesto del que siempre ha sido el Gobierno de España (y en ocasiones único) contribuyente. Con ese presupuesto se han financiado obras en calles, casas particulares, edificios singulares, parques, rotondas… Se han atendido demandas de la Catedral, del Auditorio, de las Fundaciones Culturales, del Museo de las Ciencias, de la Junta de Cofradías, del Seminario, de los Museos, de una larga relación de entidades conquenses, en fin.


Todas ellas dejaron de ser actuaciones de los colectivos que las proponían para pasar a ser OBRAS DEL CONSORCIO, evaluadas de acuerdo a un principio de necesidad y a un criterio de conveniencia. Todas estaban relacionadas a través de un nexo común: servían a los intereses de la CIUDAD, eran coherentes con los estatutos y se aplicaban con una idea de mejorar la imagen histórica, cultural y turística de nuestra tierra. Y se hicieron por consenso. Suponemos que tras intensos debates, cruces dialécticos y negociaciones que nunca trascendieron. Lo que se trasladó a la ciudadanía fue el acuerdo.


Pues bien, en tiempo reciente lo que se percibe es la parálisis fruto del desacuerdo. Miles de euros parados en cuentas corrientes, improductivos y la bronca en los medios de comunicación. Y lo hemos sabido porque este periódico publicó en titulares destacados “Rechazo del PP a reformar el muro de Alfonso VIII. Reprochan a Ávila querer utilizar el Consorcio de la ciudad a su antojo”.

Antojo, según la primera acepción del diccionario es un deseo vivo y pasajero de alguna cosa, en especial sugerido por el capricho. Se contrapone al término necesidad.


¿De verdad creen los señores P. y P. (Prieto y Pardo) que arreglar un muro roto en la calle más importante del casco antiguo es un antojo del Alcalde y no una necesidad de la ciudad?


Miles de personas están pasando estos días con sus amigos con sus peñas por delante de ese punto que hoy se considera como muro de la vergüenza, de la impotencia, y tendrán la oportunidad de comprobar si es un capricho o se trata de una necesidad.

Claro que es posible que los señores P. y P. hayan usado el término en su segunda acepción lingüística (“Juicio que se hace de alguna cosa sin mucho examen”) y estén demostrando que no conocen las necesidades de la ciudad y, lo que sería peor se niegan a aceptar el modo de resolverlas.


¿Pero por qué el exabrupto? La nota difundida por P. y presuntamente apoyada por P. deja un indicio. Los técnicos del Ayuntamiento no habrían sido diligentes a la hora de culminar el expediente del Centro de Alto Rendimiento de Turismo, al parecer iniciativa de P. Vamos, una pataleta. O un antojo insatisfecho, vaya usted a saber.


Lo del muro puede parecer una anécdota, un tema menor, pero es revelador de lo que viene ocurriendo, es la gota que colma un vaso y que nos tememos pueda seguir derramándose si alguien no pone coto al sectarismo, esa plaga que inunda hoy las instituciones regionales.


¿Qué hemos hecho en Cuenca para merecer semejante plaga?


Les daremos una pista que hemos extractado de las opiniones del la gente tras tomar el “pulso de la calle”. (Los bares siguen siendo mejor pulsómetro que las encuestas, no lo olvide). Somos niños y niñas malos, que hemos votado a las personas equivocadas para el Ayuntamiento y hay que educarlos para que no volvamos a cometer ese error. Por ello, erigidos en maestros (tienen la llave de la caja) los señores P. y P., en nombre y representación de la Señora y siguiendo su ejemplo, nos aplican el viejo y trasnochado principio educativo de “la letra con sangre entra” y en esta ocasión nos dan de cabezazos contra el muro… O, ¿son ellos los que pretenden derribarlo a cabezazos y con escaso juicio?


En cualquier caso y desde la modestia que confiere pertenecer a una comunidad de “equivocados”, nos gustaría recordar dos lecciones a nuestros representantes políticos en las instituciones. Es del catón de las primeras letras, muy, muy sencilla: la primera se refiere a que a las instituciones no se va como representante de un partido, se acude como representante de un PUEBLO, de personas a las que se pretende sevir para que vivan mejor, para ayudarlas a que satisfagan sus necesidades, y como bien se sabe las necesidades de las personas no tienen color político. Es esta actitud la que justifica la existencia de las instituciones y dignifica a la política.


Y la segunda lección es que la autoridad (la buena, la autoridad moral podemos decir) se gana conociendo los límites del poder y respetando las consecuencias de la libertad.


Otra actitud que hace que las personas nos cuestionemos la aptitud para el cargo de quienes anteponen, a sus obligaciones de servicio, oscuros deseos de dominio. Y eso pasa factura. No digan que nadie les avisó, pues aquí queda dicho.