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José Ángel García
José Ángel García
24/04/2022

Siempre el libro

Tras el obligado no podía ser de la bofetada covidiana el libro vuelve a tomar, va a volver a tomar, este sábado, la calle conquense para recordarnos ese su presencial y multivario aquí estoy, aquí sigo, desde ese despliegue de su abanico en los tenderetes de la plaza de la Hispanidad con que libreros y editoriales –gracias por siempre a unos y otras pero especialmente a los primeros por su impagable generosa cabezonería en no abandonar– persisten en su, permítanme el guiño literario-verbal, su en tantos aspectos quijotesca tarea. Ese aquí estoy y aquí sigo –aquí sigo contigo, con nosotros– que, y que no se nos olvide, tanta compañía y tanto apoyo –junto a la música, los móviles y las imágenes de los medios audiovisuales y de las redes sociales– nos prestó precisamente durante el férreo aislamiento de los tiempos más duros a que aquélla –la pandemia, digo– nos condujo. Ese aquí estoy que desde el palpable y entrañable contacto directo con el papel y la tinta –nada, vaya por delante en contra del e-book, que ahí también le tengo, bendito sea, pero reconózcanme que no es lo mismo el amor virtual que el roce de piel con piel– me enriquecieron y me abrieron la puerta al mundo y a mí mismo desde la inacabable aventura de aquellos primeros volúmenes que me llevaron, pleno de emoción, de las playas de dorada arena abiertas al arrecife coralino a las vastas y heladas soledades del Ártico o me asomaron a la atracción del abismo que el sol marcaba, Verne al fondo,  al fondo del cráter del Snefells; que me hicieron compañero, línea a línea, párrafo a párrafo, de Phileas Fogg, de Morgan, de Yolanda, de Rob Roy, y en los que contemplé por primera vez la divisa, meciéndose en el viento, de la vieja posada del almirante Benbow, acompañé las vacilaciones de Fabiola, asistí, estremecido, al furioso duelo entre la ira desatada de Moby Dick y la terca obsesión de venganza del capitán Achab, viajé en globo sobre el continente africano a lo largo de cinco semanas y cinco mil sobresaltos, peleé a la desesperada codo a codo con Allain Quattermann, burlé junto a Sandokán y a Yáñez las asechanzas de los thugs, salté de liana en liana siguiendo el avance por la jungla de Tarzán o me enfrenté, acero en mano, a los arteros enemigos de Lagardêre, su espada como símbolo de lealtades más allá de la razón para luego, a medida que pasaba el tiempo y pasaba yo sus páginas, llevarme al más profundo fondo de mí mismo y de mis compañeros todos en nuestra diaria  humana peripecia a través del inexplicable despertar metamorfoseado de Gregorio Samsa, de los pensamientos de Montaigne, del tan siempre por desgracia convivir tolstoiano en nuestro cada día  de la guerra con la paz,  de la oscura presencia dostoyeskiana en nuestras propias entrañas del mal pero también, ráfaga de luz, beso de esperanza, del salto al misterio de lo inefable de Juan de la Cruz. Bienvenido, bienvenido sea, de nuevo, a la calle el libro bajo el más o menos forzado –qué más da–cervantino-shakeasperiano guiño al calendario. Sí, siempre, por siempre, el libro. Ahí está, ahí lo tenemos, no se merece –quien tanto nos ha dado y nos puede seguir dando– que le hagamos ni el más mínimo feo.

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