Atardecer en el Huécar
Hoy buscaré mis musas por el río; por esas pocas aguas que transitan a una ciudad, curtida por la historia.
A mi merced, se mueven las ardillas, las palomas, y algún que otro gorrión. Solamente se oye ese murmullo, típico de las tardes otoñales; mientras el aire agita, lentamente, las pocas hojas del olmo centenario.
En esa quietud, en esa calma, mis pensamientos vuelan hacia caminos dispares, hacia horizontes, que marcaron mi vida, hacia paisajes borrados por el tiempo.
Muy cerca de mi; las olas galopan serpenteantes; algunos juncos se doblan con la brisa, vigilando a este pato furtivo, que mete su cabeza bajo el agua, buscando su diario bocado.
Los asientos, formados junto al cauce, invitan al descanso; unos bancos que encierran mil historias de enamorados, promesas y vivencias.
Levanto la cabeza y ahí están, esas figuras, colgadas en el tiempo, una vez, verticales, otras pegadas a la roca, cual amante abraza a su pareja.
Volviendo la cabeza, levantada, distingo una figura vigilante, que si bien es de piedra, parece decir al caminante, ¡¡no tengas miedo pues yo te amparo!!
La tarde va cubriendo de sombras el paseo; mis renovadas fuerzas parece que invitan a formar un soneto y allá que va mi pluma sin pensarlo:
‘Casas Colgadas me miran,
Casas Colgadas me turban,
Casas Colgadas me inspiran
con sus piedras y sus curvas.’
De repente, viene a mi memoria un viejo estribillo, de una vieja canción:
‘Se va la tarde y me deja,
la queja; que mañana será vieja;
de una balada en otoño’
Vuelvo mis pasos a casa, el ruido de los autos me marea, el tumulto y el humo me rodean; ¡Estoy en la ciudad!, mañana volveré junto al almendro, y a ese banco agrietado por el tiempo, seguiré escribiendo lo que pienso, saludaré al olmo centenario, saludaré a la ardilla inteligente; entre palomas y algún gorrión inquieto, y mi historia, de nuevo, empezará con un dulce soneto:
‘Entre dos ríos te parieron
donde se inventó la calma
de aquellos que conocieron
la grandeza de tu alma.’