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Agricultura

El último azafrán de Villar de Domingo García

José García y Nuria López son actualmente los únicos productores artesanos de esta valiosa especia que en el pasado llegó a ser la principal economía local
Foto: Saúl García
30/11/2025 - Eduardo M. Crespo

En la cocina de Nuria y José, en Villar de Domingo García, primer pueblo de la Alcarria conquense, la vieja mesa de madera cubierta con un discreto hule se convierte cada otoño en un pequeño altar dedicado al azafrán. Hubo un tiempo, nos cuenta este matrimonio, de “mucha abundancia” en el cultivo y producción de esta emblemática especia, tanto en el Villar como en los pueblos de alrededor, una actividad secundaria que para muchas familias de la comarca suponía “una cartilla de ahorro” destinada a los gastos e imprevistos que pudieran surgir.

Hoy, como cada mes de noviembre, toca sentarse alrededor de la mesa y compartir charla con los vecinos mientras se extraen las delicadas hebras de la flor. Una labor a la que se suman Vicente, Emilio y Javier, éste último alcalde del municipio, que pacientemente ayudan en el proceso de mondado manual, lo que en el Villar se llama espinzar la flor, es decir, separar los estigmas rojos de los pétalos de la flor del azafrán. 

“Mis padres y antes mis abuelos lo hacían siempre así: flor en la mano izquierda, giro preciso con la derecha y se extraen cuidadosamente las tres hebras rojas. Si te das cuenta, estas tres hebras unidas que llamamos blencas tienen un tramo blanquecino en la base y es la particularidad de nuestro azafrán con Denominación de Origen Protegida de La Mancha”, nos cuenta Nuria López, a lo que José García Arribas añade: “Ese es el sello que distingue estas hebras españolas de otras procedentes de Turquía y de otros países, y la denominación va desde La Mancha hasta Guadalajara”.

Fuera de la casa, el campo ha dado este año menos alegrías. La campaña del azafrán es caprichosa y siempre está a merced del cielo. “Lo importante es que llueva en agosto”, nos dice José, rescatando el refrán que todo el pueblo conoce: “Si llueve en agosto, azafrán, miel y mosto”. No se trata de que llueva torrencialmente, explica, “sino de que cale un poquito”. De hecho, subraya, “si hay hongos, hay azafrán”. Este año, la lluvia ha llegado tarde y mal, la flor se ha retrasado y las cifras hablan por sí solas: Nuria y José calculan que apenas alcanzarán los 110 gramos de producto seco.

Hoy por hoy, Nuria y José cultivan alrededor de 400 metros de azafrán. El ciclo empieza a finales de agosto, cuando se siembra el bulbo. En octubre o noviembre, si las máximas bajan de los 17 grados por el día y ha llovido lo justo, empieza a salir la ansiada flor. “La parte más dura es recoger flor a flor, agachados y apartando delicadamente el tallo o esparto. Aquí no puedes coger tres o cuatro flores de golpe”, explica Nuria, quien confirma que en el pueblo “solo quedamos nosotros cultivando azafrán cuando antes eran prácticamente todas las familias del pueblo. El envejecimiento de la población y el que la gente joven no quiera hacer algo tan laborioso hará que la tradición peligre”. 

Una vez mondadas o espinzadas, las hebras pasan al tueste. En Villar de Domingo García se hace como antaño: brasero, horno de leña o pequeñas ascuas controladas al milímetro. “Yo enciendo el horno, lo subo a unos 70 u 80 grados, y cuando sube a la temperatura suficiente, quito el fuego y dejo que se vayan tostando. Hay que hacerlo con mucho cuidado porque en alguna ocasión me he pasado de temperatura y he quemado todo”, detalla Nuria entre risas. 

 

AQUELLOS AÑOS DORADOS

Mientras las hebras de “mil flores contadas de azafrán” tuestan hoy al calor del horno, el alcalde del municipio Javier Parrilla aporta el contexto histórico. Sobre la mesa menciona el Catastro de Ensenada, de 1751, donde ha encontrado listadas fanegas y fanegas de cebollas de azafrán a nombre de muchos vecinos de Villar de Domingo García: “Aquí todo el mundo tenía y era como tener dinero en el banco. El que lo necesitaba para comer lo vendía todos los años y el que no, lo guardaba para una boda o para pagar la entrada de un piso”. Parrilla recuerda que, siendo niño, su padre llegó a vender ocho o nueve libras a 100.000 pesetas cada una: “Te hablo de hace más de medio siglo. Con 500.000 pesetas de entonces te comprabas un piso en Cuenca”, afirma.

La historia del azafrán en esta comarca de Cuenca desbordaba los límites del propio pueblo. De hecho, Parrilla cuenta cómo las familias del pueblo llevaban sacos de flor al convento de la Puerta de Valencia, en Cuenca, para que las monjas ayudaran a espinzar. “Aquí no daban abasto, las monjas ayudaban como si el convento fuera un barrio más del Villar”. Las campañas del azafrán, añade José, duraban quince días, con flores intensísimas, a lo que había que sumar otras dos semanas de pelar cebollas, y meses vigilando ratones y topillos, enemigos silenciosos del bulbo.

La foto del azafrán, aunque bella, es hoy bien distinta a la de entonces. La despoblación y la falta de manos han ido apagando los campos. “Esto necesita mucha mano de obra y como no se podía atender, al final se dejó. Para muchas familias era un complemento muy importante en su día a día. Sería una pena perderlo para siempre”, se lamenta Nuria. 

Para Nuria y José, el azafrán es mucho más que economía: es tradición, es historia de su pueblo y es el recuerdo a quienes ya no están. “Se me ponen los pelos de punta cuando nos reunimos en la mesa con las flores de azafrán porque son los recuerdos de mi infancia; meriendas de chocolate con la abuela y ponernos a espinzar; o noches sin cena porque había que espinzar y era una vecina la que nos bajaba algo para comer”, recuerda emocionada. “¿Cuándo vamos a comer bien en esta casa? Me preguntaban mis hijos siendo pequeños. Y yo contestaba: cuando se acaben las flores”, concluye Nuria al borde del llanto. 

De cada cien gramos en verde, Nuria y José obtendrán unos veinte en seco. El mayorista paga entre 4.000 y 5.000 euros el kilo, pero “con las horas de trabajo que hay que echar, no se saca casi ni un jornal en condiciones”. Por eso han optado por otra vía, la de vender su producto a particulares y restaurantes que valoran su alta calidad, como el Raff San Pedro de Cuenca. Y una cosa tienen clara: mientras puedan seguirán espinzando flor a flor para que el azafrán no desaparezca del Villar. 


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