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Eduardo Soto
Eduardo Soto
17/03/2020

¿El virus que nos ayudaría a descubrir el país del centro?

Desde aquí y desde el ahora, ante un ignoto mañana del que no sabemos nada, un mañana que puede traer aparejados pentimentos de muchos de nuestros actos, oso rasgar la lira para entretenimiento de los mortales.

¡Qué momento! ¡Qué emociones sucesivas! ¡Qué virulencia en el vivir! ¡Qué ponzoña esta tan polifacética! El corona descorona, el corona nos iguala. El corona, del que nadie quiere contaminarse, descontamina. El corona ha roto el molde y le ablanda el cetro al trumpetista. Su triunfo de amenazas nucleares, su ejército desplegado en medio de la peste, su globo de control comercial, se desinfla. Bélgica, que permanecía con un gobierno en funciones desde diciembre de 2018 (no solo cuecen habas en España), la noche de este domingo ha otorgado poderes a Sophie Wilmes, para gobernar por decreto durante seis meses, o mientras dure el corona. ¡Qué virus indecente, cruel y descarado! ¡Qué virus sin desperdicio!

Qué duda cabe ya de que no se trata de un virus vulgar. Ojipláticos nos enfrentamos a un virus impar, extraterrestre, ultrasutil, un neonato de la quinta revolución industrial, una larva fugitiva del 5G, un pionero de la inteligencia artificial, un terrorista del papel higiénico, una interferencia en la alta frecuencia del espíritu.

Este ejercicio sociológico, del que nosotros nos sentimos como el atleta extraviado que se incorpora a una maratón sin saberlo, piénselo, podría ser el plan endemoniado de Greta Thumberg, la niña que vino del frío para exorcizar nuestra ceguera. La mano negra de este virus enano tiene un plan que todos desconocemos y cuya intriga nos lleva encadenando peripecias que superan la trama de la mejor de nuestras series favoritas. Una película trepidante sin final a la vista, con giros de guión cada media hora. Una serie en tiempo real.

Adiestrados en la velocidad del telefilm (cut to the chase), saltamos de meme en meme, seguimos en directo cada episodio, como espectadores y como actores, como en las películas de los noventa hacían los héroes de ciencia ficción (más quisieran): cambiando de pizarra digital con un dedo, manteniendo largas videollamadas, consultando el centelleo de los datos, deglutiendo noticias urbi et orbi, saltando las fronteras desde una silla, creando también en un ratillo de lucidez juguetes digitales de pólvora y lanzándolos a la falla de la globalidad y la infodemia.

Este virus que le ha dado preminencia a la ciencia ante la superstición y precedencia ante la política, que nos arroja al interior de las pantallas y nos aleja de las creencias, nos ha callado y nos ha dejado quietecicos, con dos de pipas, como solo un coronavirus sabe hacerlo. Silenciosos y alerta, como el aldeano que contiene la respiración detrás del cañaveral mientras lo cruza el tigre.

Nos hemos transformado tanto que los supervivientes podrán contar a sus hijos que en una sola semana nos trasladamos a vivir en un planeta completamente diferente al que habitaban los humanos de 2019. Diferente incluso al de toda la humanidad conocida antes que existiéramos nosotros, y nuestro querido coronavirus. El que no sienta la destemplanza que imprime el futuro anónimo miente. La que no esté sintiendo en los intestinos la inevitable coyuntura de un cambio es que no ha oído hablar nunca del corona.

No teman desafueros, ni divorcios fuera de la media. Cuando el miedo ronda el perímetro de la casa se hacen más sociables y comprensivos los de dentro, sean familia o no. Más embarazos me temo que sí, como en los apagones. En este encierro te llega también el momento de cada uno a lo suyo. Consigues extinguir el exterior y aprovechar el tiempo en ti mismo. Dicen que el truco está en convertirte en tu propio reloj. Los ritmos circadianos ahora se desmarcan de la ficha y salen a cazar su propia rueda de rutinas. Quien encuentra el suyo redescubre otros paseos de la conducta. Sorpresas del quién soy yo. Y lo que nos queda.

Hay quien piensa que debe seguir estimulándose la competencia porque es claramente el motor que mueve el mundo. Y no tardan en alinearse a lo largo del eje que evidencie la polaridad: ellos y nosotros. Si llega el caso lo subrayan con un manotazo encima del tablero de la mesa. Lo llaman diplomacia dura. El corona les sacude del espejismo: por mucho que se empeñen, ni está a la derecha, ni está a la izquierda, ni está en el centro, es invisible. Y al mundo, a pesar de la testosterona, lo ha llevado hacia delante el diálogo y la colaboración.

Ahora que China ha despertado, ha reconocido que mirarse el ombligo no resulta tan interesante, ha crecido en sabiduría y poder, ahora que tiende generosa la mano, sería una grosería ingenua perder esta oportunidad única de que Occidente y Oriente se besen con lengua por primera vez en la Historia. Querido coronavirus: ayúdanos a entender cómo podemos armonizar el hálito jardinero de Oriente con el brío ganadero de Occidente.

Estimado coronavirus, estrafalario y provocador coronavirus. Si no existieses, quizá tendríamos que inventarte. Claro que, ¿quién nos dice que no lo hayamos inventado entre todos? Los sociólogos, los neurofisiólogos o los epidemiólogos están a punto de explicárnoslo. Suspense.

Que no. Que no quiero morirme ahora. Que, aunque sé de sobra que no va a haber nadie que pueda quitarme lo bailao, quiero saber cómo acaba este cuento. ¿Tú no?

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