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Uno más

Como cada año la pequeña ermita de San Isidro Labrador acogía el pasado miércoles, a los cuarenta años de su entierro en su recoleto cementerio aledaño, la celebración de una misa en recuerdo de Fernando Zóbel, una ceremonia que reviste especial significado en este año en el que además de ese aniversario se cumple asimismo el centenario de su nacimiento en Manila el 27 de agosto de 1924. El sacerdote y profesor Ramón Page de Artolazábal la oficiaba revestido con la casulla que el propio artista y mecenas donara, junto con un cáliz, a la Hermandad titular del templo de la que había querido formar parte y en uno de cuyos nichos siempre había pensado que, en un entierro sencillo y nada teatral, reposarían, “como uno más” de ellos, sus cenizas aunque tras su óbito tanto sus familiares como la propia ciudad en la que también eligiera integrarse, asimismo “como uno más” de sus vecinos, pero que no siempre se había mostrado tan recíprocamente generosa con su figura como él con lo fuera siempre con ella, decidieran que esos sus restos –con la Medalla de Oro que siete años antes, ¡ay! se la había negado, reconociendo, ya en ese momento sí, su figura y el decisivo regalo que le hiciera con la ubicación en ella de su Colección de Arte Abstracto –reposasen finalmente en esa tumba que, en el camposanto abalconado a la hoz del Júcar, ostenta tan sólo su nombre y el apelativo de pintor junto a las fechas que marcaron su existencia: Manila 1924, Roma 1984 y ante la cual también se rezó, tras la misa, un responso. “Como uno más”, he repetido, porque esa fue una característica permanente de su presencia en Cuenca y entre los conquenses, ser “uno más”, un conquense más; uno más de los vecinos y transeúntes de esa su Plaza Mayor, esa “sala de estar” –por emplear la tan acertada descripción para ella creada en su día por José Luis Muñoz Ramírez– de su casco histórico en la que, tan inmediata a ella su propia casa, había querido asentarse y en cuyas  terrazas tantas coca-colas se tomara charlando con convecinos, conocidos o visitantes, tan cerca asimismo de ese Museo que cambiaría la vida cultural toda de Cuenca colocándola en la agenda plástica no ya sólo nacional sino internacional y provocando en ella, en  uno más, y de los más de puertas para dentro fecundos de sus varios espléndidos beneficios colaterales, la promoción de toda una serie de jóvenes que en el contacto con sus obras, con el de los artistas que la visitaban y con la ventana abierta al mundo que les ofertaba su biblioteca, hallaron la palanca y el impulso para sus respectivas posteriores carreras expresivas, un hecho que de alguna manera halla su eco conmemorativo también año tras año con la convocatoria del Certamen de Artes Plásticas que acogido a su nombre y organizado por el instituto conquense que asimismo lo ostenta en su denominación con la mantenida colaboración de sus familiares y dirigido a todos los jóvenes de nuestra  Comunidad Autónoma así como al alumnado de centros extranjeros con los que el centro mantiene relaciones de intercambio, ha alcanzado ya su trigésimo quinta convocatoria y cuyas obras participantes y premiadas pueden verse también desde ese mismo pasado miércoles en la Sala Iberia, uno más de los benéficos legados de quien, déjenme que lo vuelva a reiterar, quiso ser “uno más” de todos nosotros.