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José Ángel García
José Ángel García
22/11/2022

Una silla en el Prado

“Recojo mi tarjeta de copista del Prado. Lo esencial es que me da derecho a una silla. Se me están acabando los cuadros que por casualidad tienen asiento puesto delante”. La anotación figura en uno de los más de ciento cuarenta cuadernos de apuntes del pintor y mecenas filipino Fernando Zóbel, cincuenta y uno de los cuales, junto a cuarenta y dos pinturas y ochenta y cinco dibujos y obra sobre papel procedentes de colecciones tanto españolas como filipinas y estadounidenses, se exponen estos días en la pinacoteca madrileña, sagrado recinto de la pintura antigua en nuestro país, en feraz diálogo con las obras maestras de quienes tantas veces –Rembrandt, Rubens, su siempre admirado Velázquez– le inspiraron. Las frases las recordaba estos días Ana Belén García Flores en su crónica en la web de RTVE de esa muestra “Zóbel. El futuro del pasado”, la segunda con la que la institución museística abre sus salas a la pintura contemporánea tras la asimismo en ella desarrollada en 2006 de Pablo Picasso bajo el epígrafe de “Tradición y vanguardia”. Una exposición que si bien se salta esa frontera cronológica habitual entre las colecciones del Prado y del Centro de Arte Reina Sofía no deja sin embargo de ser más que lógica al repasar la trayectoria y obra de quien partiera de la tradición pictórica occidental para la tan personal depuración hacia el abstracto de su quehacer, aun cuando, eso también, sin olvidar nunca, fiel asimismo a sus orígenes, la sabiduría tradicional artística y literaria de Asia en la que naciera, como bien ha recordado Manuel Fontán, comisario de la actual muestra madrileña junto a Felipe Pereda y Fernando Zóbel de Ayala, subrayando cómo “mantuvo un diálogo sistemático con la tradición occidental y la asiática”, un diálogo claramente enmarcado además – no olvidemos tampoco nunca esa intención pedagógico-didáctica que siempre animó su devenir y de la que tan claro y preclaro ejemplo tenemos entre nosotros con el museo de las Casas Colgadas por él fundado, ese inestimable legado con el que un día puso en nuestras manos el mejor regalo que nadie nos ofreciera nunca  y que fue y es algo que nunca le podremos agradecer bastante en nuestra condición de conquenses. Un artista, claro, pero también un ser humano entrañable que entre nosotros se asentó y con nosotros vivió tantos años como un vecino más hasta tal punto que en verdad esa exposición que, como han indicado sus organizadores “reconstruye el itinerario poético y artístico de un pintor guiado por un doble principio “enseñar a ver y aprender a ver”, pues, ¿qué quieren que les diga?, de alguna manera –qué de alguna, digo, de bastante, pero que de bastante manera– es la de un conquense y, por tanto también –otra dádiva sobrevenida– nuestra. Una exposición por tanto que, versionando el célebre dicho “París bien vale una misa”, vaya si no merece, casi más para nosotros que para nadie, un viaje a la madrileña urbe.

 

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