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José Ángel García
José Ángel García
20/08/2023

Un reconocimiento obligado

El próximo noviembre una de esas casi minimalistas y desde luego “diferentes” muestras que últimamente nos viene ofreciendo la Fundación Juan March en el Museo de Arte Abstracto va a recuperar para la agenda cultural de nuestra capital la figura de uno de los artistas plásticos más importantes de cuantos han desarrollado en ella su obra desde que en 1959 hiciera acto de presencia en su vida expositiva con  la primera puesta en público de su hacer creativo, pero que llevaba –lleva–  demasiado, pero que demasiado tiempo, no sólo ausente de esa agenda sino mucho me temo que también, pese a su importancia en ella, casi de la propia memoria histórica del desarrollo de la pintura conquense a lo largo de la segunda mitad del pasado siglo XX. Me refiero a Luis Muro, del que la entidad regidora de los destinos del espacio creado por Fernando Zóbel va a mostrar el álbum, “Contranatura”  integrado por  veintisiete diapositivas editadas por el artista en 1973 y presentadas ese mismo año en la madrileña Galería SEN fruto del trabajo de campo que llevara a cabo a lo largo de tres años en los  roquedales calcáreos y parameras aquí y allá salpicados de la belleza de la sabina y tal cual ejemplar de pino salgareño que conforman el peculiar paisaje, en nuestra provincia de Tierra Muerta en los que Muro –que no hay que olvidar que durante su estancia en Londres de principios de los sesenta había conocido además del pop art también las propuestas de denominado Land art– había llevado a cabo una serie de intervenciones con elementos naturales  y autóctonos  –piedras, huesos, ramas, troncos, raíces– por su misma condición obligadamente efímeras pero que quedaron preservadas en las imágenes fotográficas de ese álbum con las que la prevista exposición en las Casas Colgadas nos permitirá, desde el 7 del mencionado noviembre y hasta el 14 de enero del entrante 2024, constatar el carácter procesual de ese preciso conjunto de acciones y de vivencias.

Es una propuesta expositiva que, desde luego, merece todo el aplauso para sus promotores pero que debería llevarnos a todos a plantearnos, pero que ya, la necesidad de recuperar, con una gran muestra antológica, la valía global de un modo de hacer y entender la creación plástica de quien pasó, junto lo mejor de la vanguardia artística hispana, por el estimulante revulsivo de los míticos Encuentros de Pamplona del 72 y en los ochenta expuso, con excelente acogida crítica, su obra en el Museo de Arte Contemporáneo –sus series Bindus (“paquetes de energía estética concentrada” según sus propias palabras)  y la tan irónicamente titulada Gran En Pire State– sino que fue conformando una obra enormemente personal que, con el juego, la ironía y la subversión como temas recurrentes junto con una, también, clara atracción por la cultura, el pensamiento y el arte de Asia oriental, pero fiel siempre a su medular concepción de que “pintar es una forma de pensar”, se libera de lo prefijado para tornarse fruto fecundo de la reflexión y el trabajo solitario que también, es cierto, le llevó en quizá demasiado largos periodos a huir del constreñido mundillo del arte y las galerías; un hacer que, déjenme que insista, debe tener cuanto antes –pongámonos a ello– ese reconocimiento que por su valía merece, un reconocimiento más que obligado que además ponga al alcance de los más jóvenes la calidad e importancia que en él, en ese hacer, han latido siempre.

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