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Eduardo Soto
Eduardo Soto
26/04/2021

La política adolescente

La política adolescente está pletórica de rencor, lo contagia sin esfuerzo a quien la escuche, sobre todo si le presta atención. La política adolescente moviliza un impulso hormonal, virulento y mordaz, su misión impepinable es luchar contra. No opera aún con otro criterio, solo el cabezazo como recurso base para la comunicación: imperturbable, cree que el carácter se esculpe a golpes, contra los otros. La política adolescente aún carece de esas ciertas experiencias de la vida que antes o después suelen llegarnos y aportan la habilidad para sentir lo que otros sienten, para comprender que el camino tiene valles y tiene cimas. Le sucede así porque es adolescente y aún no dispone de suficientes vivencias fuera de su burbuja. De modo que considera que ganar es la única garantía posible de saberse en el buen camino.

Para no perder, usa lo poco que sabe, la política adolescente, los rudimentos prehistóricos de la socialización: tirar de las coletas, poner cara de asco, la ansiedad por interrumpir, exhibir con jactancia el menosprecio, esa provocación arbitraria del maltratador, la crueldad del psicópata, negar la verdad, normalizar la mentira. La política adolescente es una magdalena cruda, tierna y, aunque no lo crean, vulnerable, no sabe qué va a ser de mayor, no sabe de qué va el mundo, por eso se cubre con una armadura de hielo, titanio e ira.

Esa armadura intimida y deslumbra por igual, la probó el día que dando un grito acaparó toda la atención y ya no se la quita en público, jamás, se le hace carne. Resuena potente en la oquedad del yelmo su voz agresiva, sus discursos monocordes tienen eco. No duda ¿saben por qué? Porque no sabe dudar aún, quizá nunca aprenda. No escucha, no tiene tiempo, su voz interior no tiene pause, sospecha que el odio se extingue si se descansa. Se centra en su verdad infantil, su pequeña verdad bruta que repite como quien repite un ultimátum, haciéndola sitio a codazos, escupiendo en la cara a quien ose esbozar otra verdad que no sea su pequeña verdad.

Enemigos indefensos busca la política adolescente y sabe cómo hacerlos llorar. ¿Quién necesita ideas con lógica, quién ordena el cuarto de las argumentaciones? Ruido, disrupción, respingos, extraer sin anestesia la mueca del espectador amedrentado, no necesita más la política adolescente. No lo sabe, ni lo saben sus acólitos, pero está enferma, no tiene luz propia. Solo es un pedernal afilado buscando con quien golpearse para expectorar unas chispas; cuidado, si se le acercan papeles, con un puntapié provoca un incendio.

No dejaríamos a la política adolescente llevar los asuntos de la casa. La llenaría de la confusión de sus fantasmas, de esa retahíla de supersticiones que ha aprendido a desplegar con voz moralizante para meterle el miedo a sus oyentes. El miedo siempre funciona bien, una vez que lo prendes no se despegan de ti; juzgan que quien lo enciende es el único ungido para apagarlo.

El educador avezado nunca se enfrenta al adolescente, menos aun recuperando sus modos de adolescente, en ese patio lo canean. Ignora sus provocaciones y sigue la clase. No contradice sus mentiras, recorta su credibilidad con una propuesta de análisis comunitario. No lo tiene nada fácil y aun así dirige su esfuerzo a los que le quieren escuchar, ofrece propuestas, argumentos y no las insufriblemente frecuentes falacias ad hominem; alimenta el diálogo que busca la verdad compartida, expone el condensado de su ingenio para mejorar el futuro, considera a sus alumnos no por su lealtad sino por su perspicacia para superarle mañana en su humilde conocimiento.

Coincidirán conmigo en que el fuego no apaga el fuego, que para desviar el foco hace falta quitarle el embudo a la luz. Invoco a las personas valientes que no adolecen de esos vicios de la política adolescente. A aquellas que de los antebrazos en vez de los puños les crecen las alas del compromiso con el diálogo, capaces de volar sobre los perennemente hostiles, los defensores de sus patrias y sus espectros; capaces de seguir trabajando para lograr que la ciudadanía supere al fin su adolescencia democrática.

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