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José Ángel García
José Ángel García
23/05/2022

No nos queda otra

La siempre tornadiza atención de los medios de comunicación a sus temas informativos de cabecera puede hacer que, centrados mayoritariamente en este o aquel asunto –la guerra en Ucrania por ejemplo– y con independencia de su evidente importancia, nos olvidemos de otros hechos de tanta o incluso mayor importancia pese a que, cual es el citado, hasta bien pudieran, e incluso debieran, relacionarse. Uno de esos hechos es la más que urgente necesidad de afrontar, pero que de verdad y no a golpe de comentarios, buenas intenciones y semichapuzas, la más que real amenaza global de las consecuencias del calentamiento de nuestra planetaria casa común, cada vez más puesta de manifiesto por los datos:  tanto las concentraciones en la atmósfera de gases de efecto invernadero como la subida del nivel de las aguas marítimas, su acidificación y el calor acumulado en los océanos, cuatro de los indicadores claves en la medición del cambio climático, registraron niveles récord el pasado año que, junto con los seis precedentes y según el último informe sobre el Estado del Clima de la Organización Meteorológica Mundial presentado el pasado miércoles, han sido los siete más cálidos registrados en nuestro sufrido planeta desde que, a mediados del siglo XIX, arrancaron las mediciones que se consideran estadísticamente fiables. Un informe que, en palabras del secretario general de la ONU Antonio Guterres, viene a significar que el sistema energético mundial se ha roto, poniéndonos así al borde de la catástrofe en una sombría confirmación de nuestro fracaso, el fracaso de la humanidad, para afrontar los cada vez más innegables trastornos climáticos. Un sombrío panorama que nos viene a demostrar nuevamente –sigo citando a Guterres– que los combustibles fósiles son un callejón sin salida, tanto desde el punto de vista ambiental como económico –y la antes citada guerra en Ucrania y sus efectos inmediatos en el precio de la energía no son sino otra llamada de atención hacia ello– lo que nos aboca a una sola conclusión, la de que para que el futuro –nuestro futuro, el de todos– sea sostenible, también deberá ser renovable en un generalizado cambio de actitud que cada vez se nos presenta como más y más imprescindible y urgente, más apremiante, acometer y, en mancomunada acción, llevar a cabo superando las evidentes dificultades que hacerlo comporta. Se trata tan sólo de la voluntad política de –con toda la problemática que, especialmente para hacer frente a tantos intereses egoístas económicos a corto plazo como juegan en contra, conlleva– hacerlo. Porque, aparte de ser absolutamente necesario, lo que debería eliminar de raíz cualquier otra cuestión, es tarea difícil y compleja pero no, desde luego, imposible, como tal  o cual ejemplo vienen a demostrarnos; ejemplos como, sin ir más lejos, esa noticia a la que quizá, embebidos en otros titulares informativos, no hemos  prestado demasiada atención, de que, por estos nuestros propios nacionales lares, en una fecha más que cercana, la del pasado 2 de abril,  y gracias precisamente a la expansión de las energías eólicas y solar, nuestra red energética fue capaz de generar casi el cien por cien de nuestra demanda interna de electricidad con energía renovable, algo que, por cierto, había conseguido también, por unas horas, un par de semanas antes la estadounidense California. ¿Qué tal si nos ponemos de verdad a ello? Es que, déjenme que les diga: no nos queda otra.     

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