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Igual lo leo

Nunca fui monárquico ni tampoco eso que durante un tiempo –bastante tiempo– se vino a llamar un juancarlista enfervorizado, pero sí que estuve convencido, y sigo estándolo, del papel fundamental que el hoy rey emérito jugó primero en la puesta en marcha y posteriormente en el desarrollo del en tantos aspectos casi milagroso paso de la dictadura a la democracia, ese proceloso proceso que entre tantas y tantos, con nuestros traspiés, nuestros errores y nuestras personales y colectivas contradicciones –ahí me apunto–, unos más y otros menos, otros simplemente, menos mal, no oponiéndose, llevamos a cabo; ya saben, eso que hemos llamado la Transición tan en su momento aplaudida y tanto también luego en ocasiones denostada, pero que ya me dirán si no costó. El caso, y ahí voy ya a lo que quería decir, en estos días a las conmemoraciones que, no sé si con demasiado acierto en su concreción, se han programado con ocasión de los cincuenta años transcurridos desde la desaparición del dictador y por tanto del inicio de aquel peliagudo camino sociopolítico que iba a transformar, pero que de arriba abajo, nuestra realidad nacional y que tan poco, pero que poco, poco, y tan mal, ¡ay!, hemos explicado a las siguientes generaciones con el peligro, cada vez más real y comprobable, de que ello desembocara, cual ha sucedido, en la inopia en la que viven respecto a lo que pasó y les ha proporcionado el entorno en el que se desarrolla su vida, a estas –recupero el hilo–conmemoraciones del cincuentenario del “adiós Franco”, se ha venido a unir la aparición de ese volumen de memorias en el que el regio protagonista de aquellos  tiempos, en colaboración con la escritora, periodista y biógrafa Laurence Debray que ya años atrás le había entrevistado, poco antes de su abdicación, para el documental “Yo, Juan Carlos, Rey de España”; un libro redactado con el propio declarado propósito de su protagonista de ofrecer su propia y personal versión de su vida, su historia y su etapa en el trono. Unas memorias que, al haberse publicado primero en Francia y en francés, no nos están llegando a los españolitos de a pie más que a través del peligroso entresacado de este o aquel fragmento aparecido en los medios de comunicación pese a lo cual ya andamos opinando a troche y moche o, mejor dicho, permítanme el maliciosillo uso de la expresión, a diestras y a siniestras. Y me he ido planteado opciones: ¿me lo compraré o no me lo compraré?, ¿me lo mercaré en su versión gala –aprovechando el que lo que estudiábamos en mi ya tan lejano bachillerato era el francés y no el inglés– o voy a esperar a que salga en español?, ¿o lo adquiero en uno y otro idioma y lo confronto línea a línea por si saltan discrepancias aunque me cueste el doble en precio y en trabajo?... Pues que quieren, ahí estoy y mucho me temo pues que al final, de una u otra manera, pues voy y lo leo. Lo que sí me gustaría, desde luego, aunque no me hago demasiadas ilusiones, es que aprovechado lo de que los ríos pasan por donde pasan, nos tomásemos en serio los que aquello vivimos el contar y explicar a los más jóvenes lo que consideramos que pasó y protagonizamos, y ¡qué demonios! de qué oscuridades veníamos, que, y apelo al ya casi tópico pero no por ello menos acertado y verdadero aserto: quienes no conocen el pasado es más que probable que estén condenados a repetirlo.