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Eduardo Soto
Eduardo Soto
23/03/2020

El virus de la película

Me encanta esta película a pesar de esta vez el malo lo conozco desde el principio, es el virus, pero no le resta emoción al guión. No es la momia que escupe arena, ni son los egipcios que se traga la marea, no son los majaretas de los romanos, ni el vikingo saqueador y sanguinario, ni los judíos que se beben la sangre de los niños en una misa negra, ni los conquistadores montados a caballo, ni sus perros devoradores de amerindios, ni el general Custer, ni Gengis Khan, ni Toro Sentado, ni el Enderdragon.

No es un comandante nazi, ni son los obreros comunistas, ni los masones, ni los fascistas. No es la clásica cinta de un ruso gigantesco, con acento áspero y una cicatriz espantosa de haber sobrevivido un incendio mortal (que le provocó el bueno en el episodio anterior), ni la de los afganos que asesinan a los lanceros bengalíes. No son los cegatones murciélagos, ni el pangolín, ni el que se lo comió. No es el IRA, ni ETA, ni HAMAS, ni el MOSAD, ni Venezuela, ni Podemos, ni siquiera Trump. No son los fundamentalistas autoinmolantes, ni se trata de los misiles de Cuba o de Irak. No es la Iglesia con su espada y con su cruz, ni la pérfida Albión, ni Godzilla, ni la contra, ni maléfica.

No es esta vez el que da por saco un troll, ni los kamikazes, ni un tergiversador psicópata, ni la mafia, ni los vietnamitas, ni la caballería ligera. No es el bueno del joker malo, no es la yakuza, ni el octavo pasajero, no es el tontolaba del vecino que o sale a correr o le da algo, ni las niñas del quinto que acaban de descubrir que solo gritar les alivia, como al músico tocar la tuba en el balcón, como le serenaría al que vive en un piso interior un rayo de sol que el señor Hulot reflejara en su cara con el cristal de la ventana. No es tampoco el perro al que saca todo el bloque a pasear, ni los que lo sacan. No es Cruella De Vil, ni hacienda, ni el tercer hombre, ni la viuda negra que se cruza de piernas, ni la que va al súper a comprar una mandarina cada hora y media. No es Drácula, ni el Tío Gilito, ni la niña del exorcista, ni tu cuñado.

No es, ni queremos que lo sea, el policía encabronado, superado por la envergadura de las órdenes y la desolación de mantener la calle desierta, aunque fuera el doble impostor de Spiderman. No es siquiera el político que donde dijo Digo hoy tiene que decir Diego. “¿Diego?” Sí. Y el hombre dice: “¡Diego!” Y se va a casa pensando qué nueva escurridiza decisión tendrá que tomar mañana, y lo que es peor, cómo la comunicará a un país comprimido y atenazado. Ni es Vox, ni Tanos, ni es Sánchez, ni Loki, ni la prensa, ni son los catalanes, ni los vascos, ni los madrileños con doble residencia. No es un enano bipolar, ni Jack, patrono de los asesinos en serie, ni uno que está esperando disfrazado de lagarterana al otro lado de la cortina de la ducha. No es Hal, ni IBM, ni la madrastra, ni tu suegra. No es la política, ni el tío del rey León, ni el Doctor Caligari, ni el diablo sobre ruedas. No son los marcianos, ni Darth, ni un meteorito que va a impactar contra la tierra, ni el onanismo, ni la poesía, ese arma cargada de futuro, ni un tsunami.

El encierro es antinatural, lo saben los médicos desde la antigüedad, provoca cuadros de irritabilidad, aburrimiento, nerviosismo, insomnio, ansiedad, incertidumbre, confusión, mal humor, ira. El impacto psicológico puede llevarnos a querer descargar un golpe cuya contundencia no merece la víctima, aunque sea un vecino jeta, o nuestra querida niña del alma. Todos somos vulnerables. Según vaya pasando el tiempo la salud mental puede deteriorarse antes de que nos alcance el virus. Podemos enfadarnos, pero poco, en su medida, no podemos criminalizar lo que hasta ayer era universalmente natural. No podemos convertir en enemigo a cualquiera para poder desembalsar nuestra rabia.

El enemigo no es tampoco el fruto de esa sensación tan tuya, tan nuestra, de que solo se confirma que existe la justicia si se ejerce agudamente contra alguien que la infringe. Ni siquiera cabe que lo sea, en este valle poco equitativo, la disculpable chimenea de la envidia. Envaine su espada flamígera. No se altere más de la cuenta. Respire hondo. En verdad el verdadero malo, desencadenante de esta película de terror, es el virus. Repito: el coronavirus. No se equivoque. No se haga malasangre. Buena cuarentena.

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