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Eduardo Soto
Eduardo Soto
25/05/2020

El virus y el áspid

No sé si se han dado cuenta de que tengo en alta estima a la Ciencia y a su forma de organizar los pensamientos y la argumentación. Me gustó mucho mi carrera. Como trabajaba no la atendí tanto como debiera. El tiempo me ha permitido seguir estudiando y profundizar poco a poco, sin pausa, en los campos que se han avenido a mi curiosidad. Recuerdo profesores furibundos y con una personalidad hipnótica, otros absortos y como enajenados, doctoras de perspicacia aristotélica y ayudantes de mayéutica socrática. Ellas y ellos enfrascados en los intríngulis de sus propias investigaciones, enfocados las más de las veces en los indisolubles enigmas de la ciencia. Un entusiasmo contagioso, que es, a mi modo de entender, la enfermedad crónica que debe inocularse en los centros educativos y que definitivamente es la que me contagiaron en mi viaje por la Universidad.

Es el momento de la Ciencia. Parte de los políticos y de los ciudadanos se resisten a aceptarlo. Unos pretenden que la ciencia sea más política que ciencia, asunto peliagudo. Y los otros, jartitos de la recalcitrante flema de la ciencia, de su mirada siempre escéptica y abierta a las objeciones, las sugerencias y los cambios, optan por desacreditarla, aunque sea con argumentos pueriles; necesitan certezas simples o creencias tautológicas para poder ver la luz al final del túnel. Creo que será difícil que esta rama de la conciencia civil gane terreno, al menos mientras dure la pandemia. Preocupa ciertamente que lo hiciera y se abandonase esta magnífica oportunidad de pensarnos en clave científica. Piénselo, es aún cierto que el pensamiento intuitivo puede sacarle algunas veces de un atolladero emocional, pero en ningún modo puede proporcionarle el basamento sobre el que el pensamiento científico ha edificado nuestro bienestar actual. Y eso no es una casualidad. La serendipia existe porque hay ojos entrenados para descubrirla. Las respuestas únicamente instintivas nos habrían mantenido en la irreflexiva corte del reino animal.

En los últimos 100 años hemos mejorado de un modo impensable nuestra calidad de vida. En una medida inestimable se lo debemos a la Medicina: cualquier villano es hoy atendido en un centro de salud de casi cualquier parte del mundo, mejor que el rey más poderoso del siglo XIX y cualquiera de los anteriores, en Oriente u Occidente. La medicina, como bien saben, es una suma de conocimientos y tecnologías que abarcan una gran parte de todo el espectro académico. Daremos ejemplos, aunque breves. Es necesaria mucha Física y muchos tipos de Ingeniería para desarrollar un microscopio electrónico o un scanner (o un respirador); concurren en ayuda de la Fisiología y la Patología la amplia panoplia de las disciplinas biológicas que diseccionan el mundo natural, desde la intimidad Genética que sucede en el núcleo eucariota o la sorprendente promiscuidad Bioquímica procariota, hasta la complejidad fronteriza de la membrana plasmática o la Etología del murciélago asiático.

Las Matemáticas, entre otros muchos talentos, cuantifican la medida de nuestros avances y retrocesos. Ahora entendemos que un R0 de 2 o 3 es suficiente para causar una pandemia. Como saben, el R0 es el número de personas, en promedio, que va a contagiar una persona infectada. Si es menor de 1, los contagios descienden. Es por eso también que sabemos que el COVID no es simplemente otra gripe. Así, un reciente estudio de Harvard ha demostrado que el COVID-19 está matando en NY a 20 veces más personas por semana que la gripe estacional.

No cabe olvidarse de las ramas del Derecho que asisten a los conflictos éticos y legales que se suscitan al tratar tan directamente con la vida o con la muerte. En cierto modo, podríamos concluir que todas las ciencias, y gran parte de las letras, han cabalgado junto a la grupa de la profesión médica a lo largo de toda la historia. La medicina es en buena medida una sublimación ejemplar de todo nuestro empeño por el avance científico. Y nos hemos aplicado a ello porque no nos gusta sufrir, ni ver sufrir. Ese es probablemente el leit motiv básico de la cultura científica. Muy lejano, por cierto, del objetivo de la economía o de los adictos al poder.

Las neuronas espejo son las que nos han ayudado a comprender por qué la empatía es algo más que un término acuñado para interpretar la pintura. Porque nos entendemos, nos compadecemos. Estamos en un momento único en el que la ciencia se ha alineado en todo el mundo en el equipo jamás soñado, por nadie, ni por la ONU, para librarnos de la amenaza de una enfermedad fatal. Nunca antes se ha publicado tanto sobre un solo tema en abierto.

Hemos tenido la enorme ventaja de que en nuestros días había ojos atentos a los mínimos movimientos de lo microscópico. Ojos adiestrados y no supersticiosos, ni místicos, ojos con instrumental y herramientas de diagnóstico, que han sido capaces de anticipar la amenaza de esa fuente del miedo y del dolor antes de lo que ningún gobierno ni ninguna religiosidad de la historia había hecho por su pueblo en todos los siglos de todas nuestras diferentes civilizaciones. Somos tan afortunados, y probablemente tan ignaros de lo que la ciencia ha hecho y hace por nosotros, que incluso nos permitimos dudar de esa nuestra propia riqueza. Y lo hacemos, creo yo, porque permanece en nuestro acervo un temor secular por la ciencia. El trivium y el cuatrivium no terminan de perdonar a la ciencia que les embargara su público.

Es como si con este virus se estuviera al mismo tiempo fraguando la contienda final entre las quimeras mitológicas y los datos resultantes de la experimentación. La ciencia es exigente, precisa de una iniciación. Si el áspid de la ciencia no te inocula el veneno de la curiosidad seguirás a merced de los voceros, de las soflamas elementales, de las banderas y los signos. A la ciencia no se entra por carné ni por bautismo, ese paso solo se da por voluntad propia.

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