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José Ángel García
José Ángel García
03/04/2023

Un vecino más

Llegó por primera vez a Cuenca en 1957 y a ella volvería para asentarse años, bastantes años, después –París y la puesta en marcha de El Ruedo Ibérico de por medio–  en 1975, en una decisión en la que muy probablemente pesase junto a la propia impresión que en aquella primera visita le causase la ciudad, la amistad que en aquel entonces iba a iniciar con los en esa época más bien jóvenes Antonio Saura y Manolo Millares en ella residentes, feraz consecuencia del encuentro que con ellos le propiciara el escultor Miguel Berrocal.

Y desde esa su segunda llegada Antonio Pérez,  ese seguntino apasionado por el arte, ese arte que fue para él siempre otra forma –la suya, desde luego– de vivir, coleccionista de obras plásticas pero también, en gracias a un don, a, como más adelante dejaría por escrito el propio Saura, “un especial flair imposible de adquirir mediante el conocimiento o la experiencia”, un talento innato que le había acompañado desde la infancia para descubrir, taumaturgo atrapador de guiños, en tantos objetos del mundo urbano postindustrial –objetos encontrados, objects trouvés– esa resonancia cultural en ellos latente que a cualquier otro nos habría pasado inadvertida, iba a convertirse en uno más de nosotros hasta tal punto que andando el tiempo nos iba a llegar a parecer que ahí estuvo, que ahí había venido estando desde siempre, uno más de todos nosotros, paseante de sus calles, usuario de sus bares, figura habitual en la plaza Mayor, uno más de la ciudad alta, avecindado en esa casa de la calle de San Pedro donde se aposentó junto con la varia panoplia de su colección plástica y de su recolectora cosecha de lo inopinado y desde la que iba a publicar los espléndidos dieciséis caprichos editoriales de la colección Antojos.

Y desde esa su condición de uno más, de un vecino más, de un conquense más, nos iba a ofertar el regalo de su Fundación, esa Fundación que –vaya el reconocimiento, por cierto, a los regidores en aquel momento de la Diputación que listos anduvieron a la hora de recoger el dadivoso ofrecimiento– que de alguna manera iba a complementar y a prolongar con sus contenidos, tras su apertura en 1998, el fecundo legado zobeliano del Museo de Arte Abstracto.

Esa Fundación que anda ya cumpliendo su cuarto de siglo de existencia y que acaba de unir a su elegida Cuenca con su natal Sigüenza con la apertura en esta última de la cuarta sede de la institución tras las que, a continuación de la domiciliada en las antiguas Carmelitas –tan cómplices, tan ad hoc, pasillo a pasillo, sala a sala sus caprichosos vericuetos arquitectónicos para el a su vez ahora estar-ahora ya no, de lo entre sus muros en antojadizo trampantojo exhibido– se fueron ubicando sucesivamente, amplia es la provincia, en San Clemente y Huete.

Esa Fundación que casi ya, también, nos parece que siempre estuvo, que siempre ha estado ahí al igual que su propiciador ha vivido entre nosotros, uno más de nosotros, entre nosotros, día a día cual si siempre –¿quién ni siquiera de cuantos entonces, cuando él vino, ya vivían en ella, no digamos los que luego en ella nacieron o a ella llegaron, se acordaban al verle de que hubo un tiempo en que aún no estaba?– hubiera sido pues eso, uno más de nosotros, un vecino, un querido vecino más.

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