Las Terrazas dominarán la Tierra
Me apetecía esa tarde de calor inesperado, lluvias en tregua, polen y alergias desatadas salir a dar una vuelta sin un rumbo claro, sentarme en un banco y leer.
El cambio de costumbres impone que lo de caminar a paso de vagabundo urbano sin mayor pretensión y sin competir en marcha nórdica, atlética, con intervalos de intensidad, running o lo que sea, sea lo raro. Hay algo en el transitar urbano que parece que obliga a ir deprisa, siempre deprisa, aunque sea un domingo de Junio. Cuando veo a esa gente que camina lento pensando en sus cosas, no te digo si llevan un libro en la mano -y que podrían ser yo mismo-, creo que los veo en blanco y negro. Si los veo de espaldas me parecen portadas de un libro semifinalista de algún premio literario antiguo. Una gabardina con el cuello levantado completaría la escena.
En mi deambular quise salir del ensimismamiento, dejar la lectura para más tarde e integrarme un poco en el ambiente; así que me dirigí hacia la zona de terrazas en la que vivo. Creo que fue el primer día de la temporada.
Lo primero que me llamó la atención es que las terrazas eran más y más grandes o a mí me lo pareció. Me hacía sentir pequeño y con ganas de darme la vuelta. Había un bullicio que intimidaba. No sé quién podía faltar allí; por el gentío y el ruido diría que estábamos todos.
Sabemos que desde la peste china el tema de las terrazas se disparó. En una especie de búsqueda desesperada de aire libre y libertad nos lanzamos a los montes cercanos, a las barbacoas de los parques naturales y a las terrazas a las cuales se les concedieron muchas mesas adicionales y otras prebendas, ya que la gente no podía estar en los interiores. Pasado el tiempo se le ha cogido el gusto, las mesas han quedado ahí (no sé si para siempre), se las envuelve en tiendas de campaña de plástico y se les ponen estufas para pasar los meses duros.
Nos hemos acostumbrado a estar en el medio de las aceras y bulevares viendo y siendo vistos. Estar dentro de un local es como poco social; parece que es para contar cosas confidenciales o que no te vea nadie.
Muy bendecidas desde el 2020 las terrazas se han consagrado en el lugar “en el que hay que estar”. Hay que reservar mesa, te reciben en el recinto y te sientan. Y a partir de ese momento se puede disfrutar del desfile de humanos alicatados en clínica que se celebra cada tarde en aquella plaza de la ciudad. En esas terrazas no huele a calamares a la romana y la gente tampoco pide oreja a plancha. La cosa va más de Perrier y marcas japonesas de gin. No hay triciclos entre las mesas, ni carritos de bebés. Ni niños, ni bebés.
Las terrazas post 2020 son más que un lugar de reunión. Son una especie de nuevo senado romano donde se debate y es importante dejarse oir. Son también el nuevo “manifestódromo” donde se clama contra la injusticia a la vez que se pide otra caña; es el lugar de la protesta de una sociedad (la nuestra) adormecida que anhela muchos cambios, pero que las sillas y mesas no servirán para hacer barricadas.
Después de ese “debate” quedan las conciencias tranquilas por un rato. Miren lo que ocurrió durante el apagón: la gente corrió a coger silla y a decir lo suyo. Con gran jolgorio se celebró cuando las farolas se encendieron. Y todos a casa. Hasta la siguiente.
Las terrazas se están extendiendo como la hiedra por los jardines y está cada vez más difícil en ciertos bulevares el simple paseo ya que apenas queda sitio para dos carriles de viandantes (uno de ida y otra de vuelta) con el consiguiente peligro en los adelantamientos. Vecinos cabreados cierran sus ventanas si quieren escuchar lo que dicen en el telediario o quieren dormir.
Me senté en una mesa, en una terraza sin ningún glamour y sin tener que hacer reserva. Era enfrente de un pequeño psiquiátrico. No se puede ver a nadie dentro. Ellos (lo sé) con dificultad ven algo de la vida que hay fuera. He llegado a saber que algunos de los que pasan allí temporadas luego no quieren volver a este otro lado.
Terrazas por todas partes; hasta debajo de un andamio, se lo aseguro.
Nos invaden y hacen una ciudad a la medida de los consumidores que somos. El camarero, apresuradamente, cruza la carretera para llegar a las mesas del bulevar con la bandeja llena de bebidas. En una de estas, con las prisas, se olvidó de mirar y un conductor le regala una buena pitada que detiene por un segundo el jolgorio. Solo por un segundo. El chaval dio un respingo e hizo un escorzo; milagrosamente salvó la carga que llevaba y acabó de cruzar.
Adoro las terrazas, pero me atemoriza como se extienden. Creo que van a dominar la Tierra. Estemos atentos este verano.