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Eduardo Soto
Eduardo Soto
16/04/2022

¿Qué hemos aprendido del COVID?

A quienes consideramos las bondades de la educación nos gusta pasar la historia con el detalle de la moviola para reconocer los hechos que demuestran el efecto lento pero benéfico que se desprende de nuestra condición de humanos racionales.

Ya escribí a los 100 días del Covid que era muy positivo que hubiéramos adoptado una nueva visión de la participación de la Ciencia en la política y en la vida social. Nos sorprendió a todos que hubiera prelados de la Iglesia que se saltaran el protocolo para vacunarse cuanto antes. Fue una bendición diferida, ya que el ejemplo de estos “pillines” (mendaz eufemismo para los aristócratas que se saltan la ley) sirvió de acicate para animar a la vacunación de los pedestres.  Pero ante todo fue una evidencia de que la fe se traslada de domicilio y migra de la misericordia divina a la eficacia de la cultura. No en vano el número de ateos ha crecido un 10% al cabo de dos años de pandemia y ya supera el 50% entre los menores de 34 años. Los ritos religiosos, sobre todo los muy festivos de semana santa, sirven al fin de sociabilidad y necesidad de relación lúdica por el que nacieron, pero la intensidad de las creencias en seres con poderes extrasensoriales decae en beneficio de un espacio social más ancho y de una confianza racional en los diagnósticos y soluciones de la ciencia.

Hemos aprendido la enorme ventaja que supone disponer desde 1948 de un Organismo Mundial que se ocupa de la Salud de todos los habitantes del planeta. Para los que solo quieren ver la espinilla en una cara bonita les diré que la OMS ha proporcionado durante la pandemia una biblioteca abierta de artículos y publicaciones, que se actualizaba a diario, para la consulta de toda la comunidad investigadora, y para curiosos como yo, y como usted, si hubiera querido. Ha dado instrucciones y orientaciones consensuadas para la mejor gestión de la enfermedad, la vigilancia de la salud pública y el manejo clínico.  Aunque es verdad que cada país ha hecho de su capa un sayo, las recomendaciones de la OMS han elevado una voz contrastada, transparente y cargada de datos que, elevada sobre el ruido político, ha permitido una cierta coordinación mundial y una anotación fiable de lo que nos ha pasado.

Nos solo la OMS, los tableros de control de COVID-19 han proliferado en todo el mundo y se ha hecho un esfuerzo inédito para rastrear y presentar la información sobre la pandemia del modo más detallado posible. Como ejemplo especialmente singular es la primera vez en la historia de la Ciencia que se ha secuenciado a diario el genoma de un virus en muy distintos puntos del planeta y de poblaciones de lo más diverso, logrando así una especie de seguimiento en directo de la evolución de un ser vivo. Además, esos datos, superando la cultura del secreto, se han hecho públicos y se han compartido, produciendo las sinergias y los avances exponenciales en el conocimiento que se derivan de un diálogo sin fronteras. La genética, la estadística, la epidemiología, la inmunología y otras ciencias han dado un salto hacia adelante sin precedentes que veremos reflejado en numerosas publicaciones y avances científicos en los próximos años.

Los medios de comunicación por fin han brindado a los científicos el tiempo suficiente para que nos explicaran mejor lo que hacen y cómo lo hacen, respondiendo preguntas, corrigiendo tergiversaciones y facilitando el contexto adecuado para sus investigaciones. Se han difundido también mensajes inexactos y las redes sociales en ocasiones han retorcido los datos para que encajen en un determinado cuento. Aunque muchos prefirieron agarrarse a las  fake news, también aparecieron las webs antibulos que iniciaron una andadura que servirá para descubrir las ventajas de contrastar una información. Hoy los hechos interesan y son más relevantes que las creencias y las suposiciones. En enero de 2020, Datawrapper un servicio web para contar con gráficos y mapas la complejidad de los datos, tenía 260 millones de vistas, un año después esa cifra mensual se había disparado a más de 4.700 millones.

Hemos visto la importancia de emplear las aguas residuales para rastrear infecciones y predecir nuevos brotes, hemos probado la eficacia, seguramente aún limitada, de las vacunas de ARNm (y otras), que ahora no solo es una herramienta clave para combatir el COVID-19, sino que podrá desarrollarse para combatir otras enfermedades, como el cáncer, y se han puesto a punto tecnologías que nos hacen más eficientes para afrontar los desafíos del futuro.

En resumen, la ciencia empieza a traspasar las telarañas del discurso demagógico, la razón adquiere las ventajas del diálogo sin prejuicios y el intercambio abierto de las innovaciones, la trasparencia en los datos nos ayuda a comprender los entresijos del conocimiento empírico y empezamos a asumir que la gestión de nuestros problemas locales pasa por adquirir mayor compromiso y la participación efectiva en organizaciones neutrales a escala planetaria.

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