Milagro
En los extremos más extremados de la ciudad no se veía un alma y los coches estaban tirados por las aceras, los cerros y todos aquellos lugares jamás imaginados para un coche. La realidad siempre supera a la ficción; excepto en el mundo de las comisiones.
A simple vista parecían esas imágenes que vemos por televisión después de que un desastre natural asole un lugar. A medida que te acercabas al centro, las calles comenzaban a cubrirse parcialmente de basura y un peculiar olor con el cirio y el orín como principales componentes. Hasta el presidente de la comunidad —autónoma, no de vecinos— vino a verlo y a hacerse la foto de rigor.
No vino a hablar del tren, no vino a hablar de las promesas en educación que viven congeladas en el reino de Arendelle; vino a verlo con sus propios ojos y a poner piedras o algo así.
Pero no era un desastre natural; era la Semana Santa. Ha vuelto, con más fuerza que nunca, parece; con todo lo bueno y todo lo malo. Con sus pasos, sus ilusiones, sus ansias, su música, su devoción, sus ateos; su religiosidad y su negocio. Y el miércoles volvemos todos sin mascarilla.
De primeras, me alegro por todo y todos, pero luego caigo en la cuenta de que la normalidad se ha impuesto finalmente pero el bicho sigue ahí; esta es la otra nueva normalidad. Y me estoy haciendo viejo; porque todo lo de este nuevo mundo me da miedo o vergüenza.