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El latir de la calle

En muy alto grado “insensible a los cambios permanentes que la distinguen de un lustro para otro” como tan acertadamente dijera de ella hace ya nada menos que cuarenta y cinco años José Luis Muñoz, Carretería sigue siendo si no tanto –por el progresivo  desplazamiento de buena parte de su actividad a otras zonas de la ciudad y la desaparición de algunos de sus establecimientos comerciales o de restauración más, permítanme el calificativo, históricos– el centro vital de Cuenca, sí desde luego, pese a ello y desde su paradójica condición de –vuelvo a copiar descaradamente a Muñoz– “calle indefinida, personal pese a todo, sujeta también al cambio arquitectónico de cada moda”, el termómetro afectivo de la ciudad, de su diario existir y palpitar, ese palpitar, ese latir ciudadano y convivencial que tan bien reflejara allá por la mitad de los cincuenta del pasado siglo la fotografía de Catalá-Roca inserta a doble página en la Guía de Cuenca de César González Ruano entonces editada –el reloj de Notario vigía desde lo alto, al igual que aún hoy, de su bullir–  y que tan igualmente testimonian ya desde nuestro más inmediato hoy las imágenes a su vez captadas por la acertada mirada y a través de los objetivos de sus cámaras por Jesús Cañas del Pozo y Diego Castillejo, esas imágenes que estos días pueden verse, con el propio nombre de la vía como título de la muestra, en la exposición que tan aledaña a su propio ubicación urbana se oferta en Sala Iberia. En las setenta y siete fotografías que, si no he contado mal, la conforman late en efecto, desde la bella elegancia del blanco y negro en el que están realizadas y gracias al buen y oportuno ojo de sus autores, ese mismo pulso existencial que capturado una y otra vez, a esta hora, a esa otra, con la lluvia charolando su pavimento o con el sol destellando sobre sus aceras y fachadas –en esa señora que con su bolsa de la compra al brazo la cruza ajena a la pintada sobre la que su sombra va marcando su avance, en esos obreros de la construcción atareados en la renovación de alguno de sus edificios o en el operario que remienda el enlosado de una de sus aceras, en esa muchacha que rauda avanza por ella subida a sus patines o en la que rasguea su guitarra apoyada en el muro desde el que a su vez chilla un grafiti su mensaje, en el huidizo reflejo de los paseantes en el vidrio de sus escaparates, en el reclamo de los rótulos de sus tiendas o en el reposado o tertuliano estar de vecinos y visitantes en las terrazas de sus cafés y bares– nos enseña –¡párate un momento, por Dios, y veme– lo que en nuestro tantas veces indiferente cotidiano vivirla no reparamos. Háganme caso y acérquense a esa exposición de la Iberia y en ella, en y desde sus imágenes, capten, sientan esa realidad que, seguro que de inmediato lo constatan, en tan intenso grado forma parte de nuestro propio personal discurrir; sientan, experimenten, escuchen y constaten dentro de sí, con ellas y desde ellas, el propio íntimo latir de esa calle, corazón sentimental vivo de la ciudad, de Cuenca toda.