No hay más ciego que el que no quiere ver
Nada hay más aleccionador para quienes se dedican a estudiar la demografía de un territorio que comprobar datos que indican un aumento de la población y una reducción de la mortalidad. En el caso de una provincia como la nuestra, fiel testigo y víctima de los movimientos migratorios hacia las grandes ciudades durante el siglo pasado, cualquier cifra positiva en este sentido arroja un halo de esperanza que permite vislumbrar un futuro mejor. Vistos los números publicados esta semana por la Estadística Continua de Población del Instituto Nacional de Estadística, los cuales indicaban que hemos superado la barrera de los 200 mil habitantes, con 840 habitantes más en el último año, difícilmente podemos asegurar que las políticas puestas en marcha contra la despoblación estén fracasando.
La llegada de nuevos pobladores, o el regreso de algunos de los que emigraron, contradice los vaticinios más agoreros. Muchos estudios pronostican que las duras condiciones a las que el medio rural somete a sus habitantes les obliga a buscar latitudes más óptimas. El incremento poblacional en nuestra provincia, que se está manteniendo con el paso del tiempo y que este año arroja un saldo migratorio positivo, deja entrever que muchas personas creen que vivir en Cuenca les resulta más atractivo que sus anteriores destinos. Y ello indica que los esfuerzos por traer a nuevos residentes y retener a los existentes están dando sus frutos. Claro está que a todos nos gustaría un goteo de gente más intenso hacia nuestros pueblos, pero nadie puede negar que recibir es mejor que despedir, demográficamente hablando. Más población significa más fuerza de trabajo y esa fuerza desemboca en mejoras de todo tipo, no sólo económicas sino también sociales, porque cuanto más gente vive en un lugar mayores son la diversidad cultural y las posibilidades de crecimiento personal que proporciona el contacto con otras culturas. Más población puede ayudarnos a vencer a otro de nuestros más enconados enemigos: el envejecimiento de nuestras gentes, que puede acabar con la vida en muchos de nuestros municipios.
En este sentido, debemos abominar de las visiones apocalípticas de quienes pretenden acabar la inmigración extranjera y expulsar a los inmigrantes. Porque no puede haber peor ciego que el que no quiere ver… y desgraciadamente nos comienzan a sobrar muchos de esos ciegos. Hay verdaderos mermados y mermadas intelectuales que sienten como amenazas la llegada de gentes que buscan en nuestro país un rincón para rehacer sus vidas en un Estado mejor que el que han abandonado. Nadie cambia de país a uno peor que el que les hizo huir con lo puesto y arriesgando la vida. Lejos de recelar de estos seres humanos debemos apoyarles, porque su lucha hasta llegar lo merece y si son recibidos con comprensión y justicia harán todo lo posible por devolver el bien que se les presta.
Es mentira que vengan a delinquir; no es cierto que vengan a quitarnos un trabajo que a duras penas queremos los españoles. Vienen a buscar una vida mejor que la que dejaron y están en su perfecto derecho, el mismo derecho que nos asistió en aquellos países que nos acogieron en los peores años de nuestra historia reciente. Tenemos un pasado de emigrantes, tengamos ahora un presente hospitalario.