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“Mis recuerdos de La Guindalera son los mejores de mi vida”

Jesús del Peso Beltrán vuelve en su nuevo libro al barrio de su infancia, a orillas del Júcar
“Mis recuerdos de La Guindalera son los mejores de mi vida”
Jesús del Peso Beltrán, con su nuevo libro, ‘Gentes de La Guindalera’.
12/07/2018 - Gorka Díez

El 20 de noviembre de 1960. Es el día en el que desapareció el denominado barrio de La Guindalera, ubicado junto al Júcar, entre El Sargal y la calle de los institutos Presa Cerdán de la capital conquense. En las cuevas, escalonadas, de su ladera, habitaban entre 40 y 44 familias, que con unas mínimas reformas habían hecho de ellas su hogar. Eran hogares, eso sí, muy limitados, con el suelo de tierra, sin baño (el baño era el río Júcar), sin agua (otra vez el río) ni luz artificial, nevera o, por su puesto, televisión.

Uno de aquellos inquilinos era Jesús del Peso Beltrán (Cuenca, 1945), que lleva ya un par de décadas rememorando los recuerdos de su infancia (vivió en aquel barrio hasta los 18 años de edad) a través de sus poemarios. El último, ‘Gentes de La Guindalera’, un homenaje en verso a aquel lugar que sigue visitando cada día y, sobre todo, a sus gentes, entre los que se encontraban sus padres, sus hermanos, su cuñado Teófilo, la Fernanda, la Basilisa y el Zaino, la Victoriana de Pajarón o el abuelo Benjamín. Todas gentes humildes, por no decir pobres, que cuando se querían independizar de sus padres bastaba con que se construyeran una chabola a unos pocos metros de distancia.

“Mis recuerdos del barrio son los mejores recuerdos de mis 72 años. Puedo decir que allí fui la persona más feliz del mundo pese a tener negado el pan y la sal. Si quería un juguete, me hacía un carrillo que lo echaba desde La Fuensanta hasta San Antón y me lo pasaba pipa. Si quería ser más grande, me ponía dos botes de leche atados con cuerdas y crecía medio metro”, rememora.

Aquel paraje sigue siendo su lugar en el mundo. Recuerda por ejemplo las florecillas blancas que había junto al río y “unos berros que olían a tierra mojada”. Y se evoca a sí mismo tumbado en primavera rodeado de tréboles, “una de las cosas más placenteras de la vida”.

Desde que se jubiló, en 2005, pasea cada día por su entorno y siempre se detiene ante dos cipreses ubicados muy cerca de su antigua casa. “No sé quién los plantó, pero mi ilusión es que son mis padres. Así que me paro allí y rezo un padrenuestro, porque aunque no crea en el dios del catolicismo, sí creo en el dios de mi madre, aunque no lo haya podido encontrar”.

vivir en una cueva

Pese a que sus recuerdos son inmejorales, vivir en una cueva debía conllevar sus incomodidades, pero él asegura que no. “¿Cómo no vas a vivir bien si tienes toda la felicidad del mundo?”. En casa, además, no paraba demasiado. “A las seis de la mañana me levantaba y no volvía hasta las doce, tan sumamente reventado que me echaba a la cama, y a dormir”. Porque, entre medias, desde los ocho años trabajaba en una huerta y repartiendo fruta, donde le daban las ocho y media o nueve. Después se iba al antiguo cine Xúcar a vender patatas fritas y caramelos y remataba la jornada acudiendo a que le enseñaran a leer y a escribir, porque nunca fue a la escuela. Y para qué quejarse de la falta de baño. “El mejor servicio que hay es el Júcar: te limpiabas con una piedra y a vivir, que son dos días”.

Aunque sí que reconoce que desde 1960, cuando tras el desalojo obligado su familia se compró un piso en Las Quinientas por 50.000 pesetas de entonces (“se pagaba una cuota de 105 pesetas todos los meses pero había veces que se debían ocho o diez recibos”), o desde que se casó y se compró con su mujer un piso en la Carretera de Valencia, ya entonces por 4 millones de pesetas, vivir es algo más cómodo. Pero, si pudiera, cuenta, “me haría un chalet y me volvería a La Guindalera”.

Mientras esto no sea posible, vivirá allí en sus versos, que destacan por su amor por la naturaleza y por su sencillez. “No me verás una palabra que tengas que coger el diccionario para ver lo que significa. Aunque digan que el hombre que mejor escribe es Juan Ramón Jiménez, a mi me estomaga. Si tengo que coger el diccionario para leer un libro, lo dejo”.

Son versos que, en cuanto le salen, apunta en su libreta y nunca vuelve a revisar. “Soy el único poeta del mundo que no hace un tachón en sus escritos. No toco nada. La idea brota y la pluma va haciéndola marchar”.

La inspiración y esa rapidez con la que escribe le llevan a ser muy prolífico. “Si el libro de Alexandre tenía 10.000 versos, yo tengo, sin exagerar, entre dos y tres millones”.

En cuanto a la métrica, hay muchas décimas y quintillas. Pero también una estrofa de su propia invención, la “delpesina”, en referencia al apellido Del Peso. “Con ella puedes hablar de todas las cosas y criticar lo que quieras sin perderte”.

Quien quiera saber más de su poesía, que se adentre en ‘Gentes de La Guindalera’ o en libros anteriores como ‘Las cosas según nacen’ o ‘Cambio de colores’. Porque a él eso es lo que le gusta: que le lean. “Si alguien no lo hace, me gusta que deje abandonado el libro en una estación de tren, o de metro, o en el aeropuerto, para que otra persona lo haga. Porque un libro, aunque sea muy malo, siempre tiene alguna cosa”.