Muertos que no se olvidan
Se acerca la festividad de Todos Los Santos, esa efeméride en la que, se sea o no creyente, a todos quienes nacimos y crecimos en el Occidente católico nos vienen a la mente los seres queridos que ya no están. Los cementerios ya van recibiendo a los deudos que quieren adecentar más si cabe las tumbas y nichos de sus allegados ausentes y rezarles plegarias o expresarles cuánto se les echa de menos.
El colorido de las flores frescas contrasta con el gris de las tumbas y por unos días los camposantos, de natural tristes y desangelados, parecen volver a la vida en contraposición con el letargo eterno de sus moradores difuntos. Son jornadas en las que se rinden homenajes a los muertos y en las que los vivos deben dar gracias por seguir estándolo. Se sea o no creyente, es de bien nacidos recordar a quienes ya no caminan sobre la Tierra y hacernos a la idea de que algún día nosotros tampoco lo haremos.
También son días en los que no deben olvidarse las miles de víctimas que día a día van incrementando las crueles cifras de las guerras, las de las primeras páginas y las guerras que apenas ocupan unas breves líneas en los diarios o unos segundos en las escaletas de radios y televisiones. Son muertos como los nuestros, que ya no están, que han dejado familiares y amigos desolados y a los que no hay que permitir caer en el olvido. Aunque quizá quienes han caído bajo las bombas, las balas o los cuchillos necesiten un reconocimiento especial, porque muchos de ellos han fallecido sin enfermedad, sin culpa, sin armas, a traición y merced a las veleidades de políticos y estadistas que no cavan trincheras, que no ven morir a quienes tienen al lado, que envían a la muerte a miles de jóvenes para defender posiciones e ideales que nada tienen que ver con el canto a la vida y a la dignidad de las personas. Sí, son muertos en cierto modo especiales porque sin duda pesan como una losa en el inconsciente colectivo y nos llenan a todos de culpa y vergüenza.
Quizá muchos de estos difuntos no sean santos, pero también merecen no sólo una noche y día, sino muchas jornadas de reflexión para entender por qué han muerto. En muchos casos, se pueden conocer las razones, pero éstas no deben de ningún modo motivar las matanzas. Cuando se habla de la muerte de inocentes el fin jamás justifica los medios. Está claro y demostrado que el “hombre es lobo para el hombre” y que en este mundo rige desgraciadamente aquello de “si quieres la paz prepárate para la guerra”, pero también es evidente que en las actuales circunstancias hay que cambiar esas máximas por otras. Porque ambos adagios han sido forjados precisamente por quienes despreciaron la vida humana en favor de la defensa de unas ideas, de una religión o de una nefasta necesidad de espacio vital. Celebremos el Día de Todos los Santos, agasajemos en lo posible a nuestros seres queridos difuntos como si esa jornada volviesen a reunirse con nosotros, pero no olvidemos a quienes yacen bajo tierra fruto de la sinrazón humana. Ellos también merecen que sobre sus tumbas anónimas brille el esplendor efímero de las flores.