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Eduardo Soto
Eduardo Soto
22/05/2018

La calidad en la cuerda radiactiva

Me han comentado que están ustedes preparando unas vacaciones en Fukushima para probar el Koduyu. No me extraña. Me encanta esa sopa tradicional del sur de Fukushima, ese manjar de zanahorias, shiitake, satoimo, kikurage e itokonnyaku, que los meticulosos japoneses hierven a fuego lento sobre una concha de vieira. Probar la original debe ser una experiencia inolvidable. Me advierten, muy informados, que se pueden añadir más ingredientes pero siempre que se haga en número impar, para que acompañe la buena suerte.

Un matrimonio que conocí en Toledo está empeñado en gastar sus ahorros de este año en probar la sopa roja que los rusos llaman Bortz. Parece ser que él anda un poco depre y tienen leído que esta sopa acompañada de los deliciosos raviolis rellenos de puré de patata y requesón, que los ucranianos llaman Varenniki, puede sanar un estómago apático. Están entusiasmados, les han prometido participar en un “Jorovody”, ese baile que hacen en un gran círculo y en el que todos se tironean, ríen y hacen bromas; supone la pareja, y me lo dicen guiñando un ojo, que se baila después de haber degustado unos cuantos shots de Vodka Putinka. Y pregunto, ¿es caro? No ¿Y dónde encontrar esas maravillas? ¡En Chernobil! Antes de 1986.

Los productos están estrechamente ligados a su lugar de origen: el queso Roquefort, el chocolate suizo, el champagne francés. Fukushima y Chernobil ya no tienen productos. Llevamos más de 25 años construyendo ventajas competitivas para los productos españoles. El queso manchego, posiblemente nuestro paradigma en este sentido, junto con el vino, es considerado el mejor del mundo por reputados gastrónomos, los mismos que consideran que aún no hemos alcanzado la notoriedad de los envidiablemente publicitados quesos franceses; que tenemos mucho margen, dicen, para crecer en el mercado mundial de los productos selectos, los de origen, los que marcan una calidad diferencial. Estos productos, cuyos nombres traspasan las fronteras, se inscriben en los folletos turísticos y aparecen mencionados en la literatura, no llegan a ese axiomático estatus únicamente por mor de la publicidad. A sus espaldas hay una lenta forja de años de tradición, conformada por las características particulares de un territorio, su orografía, sus bosques o praderas, sus llanos hipnóticos, sus escarchas, sus rocíos o su sol estival crujiente. Su prestigio se alza sobre ladrillos superpuestos de las distintas culturas que lo habitaron, gracias a los hábitos de sus paisanos en un esmero susurrado del buen hacer: métodos y consejas que han pasado generación tras generación de madres a hijas, de abuelos a nietos. Por supuesto, son productos con un elevado valor añadido económico; eso sí, sobre los hombros de una incalculable energía social.

¿Quién pone pegas a nuestros vinos? Escalan como gatos los abruptos peldaños de la promoción internacional, acaparando medallas, conquistando la nariz y el paladar de los más exigentes catadores. ¿Hablamos de la excelencia de nuestra materia prima aventajada? ¿Del azafrán que introdujo el califato de Córdoba en la Mancha y es hoy seña de identidad protegida? ¿Discutimos el valor de la miel prehistórica de la Alcarria? ¿Ponderamos la singularidad de las berenjenas de Almagro? ¿Ignoramos el esfuerzo sostenido en I+D+I que nos ha llevado a ser la primera productora de ajos de la UE? ¿Dejamos que se pierda el sabor natural de la caldereta, retoño de los corderos extensivos de nuestras sierras? ¿Volvemos la espalda a nuestros olivos centenarios, a nuestro aceite que acaba de presentarse con éxito en Biofach, la feria más importante en el ámbito internacional para los productos ecológicos?

¿Qué creen que pasará cuando un accidente nuclear, incluso uno pequeño, quede amplificado por los medios de comunicación a todo el mundo? ¿Qué creen que va a hacer la competencia cuando pueda aprovechar esta desventaja manifiesta a la que se va a someter a todos los productos de CLM? Pónganse en la cabeza de su competidor ¿qué va decir el queso parmesano del queso de la mancha?

Son ustedes empresarios sagaces. Miren con perspectiva, visualicen cómo la competencia aprovechará el mínimo descuido. ¿Recuerdan la crisis del pepino de 2011? Una declaración en Hamburgo aseguró que pepinos procedentes de España contenían E. coli. Luego no era verdad. Ya había costado 200 millones de euros. No está cuantificado lo que costó recuperar la credibilidad. Darle oportunidades a un mercado global en franca competencia es una temeridad que puede salir muy, muy cara. Dejar que el ATC se construya en el corazón de La Mancha, es situar una bomba de relojería en uno de los sectores más pujantes y de más peso en la economía de esta región.

Recuerden cómo el incidente radiactivo de Tricastín arruinó la imagen de las trufas y los vinos del Ródano. Bastará que uno de los 40 convoyes que cada año pretenden transportar residuos radiactivos a Villar de Cañas se salga un poco de la carretera. La alarma saltará a la prensa internacional (ya se encargarán de que salte) y durante los próximos 60-100 años oiremos decir: “El queso manchego era buenísimo, y tenía un futuro inmejorable, pero… como pasó lo que pasó…”

Y entonces esfuércese usted en superar esa lacra, convenza al consumidor de que su queso, su vino, su ajo, su cordero, su azafrán, su melón, su tomate, no es potencialmente radioactivo, inyecte millones para borrar ese estigma: el tatuaje radiactivo es indeleble. Confiar en que la buena suerte evitará este peligro es irresponsable. Y, siento decirlo, tan ingenuo como creer que un número impar de ingredientes en una sopa podría haber evitado el desastre nuclear de Fukushima.

 

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