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Eduardo Soto
Eduardo Soto
03/05/2020

El tiempo del virus

Me cuenta Agus que sus hijos no han llevado especialmente mal la cuarentena. A través de los video juegos se conectan con los amigos y mientras se dan de mamporrazos o se fulminan a golpe de látigo láser charlan, se hacen bromas y comentan aspectos de las disparatadas vidas que todos llevamos encerrados en casa. El pequeño no pasa un día sin que pregunte cuándo podrán volver a la normalidad. Su padre, para animarle, le espeta que qué prisa tiene si se pasa la tarde entera con sus colegas en el ordenador. No se demora en replicarle:

-No es lo mismo, yo quiero verlos.

Tiene gracia, porque aunque la pantalla le permite ver a sus amiguitos él entiende claramente que eso no es “verlos”. Si me lo permiten, esa discordancia me llena de alegría el corazón y reconforta mi confianza en el futuro del ser humano. Hasta los más sensibles a la hipnosis de las pantallas intuyen y comprenden la forma compleja, rica e inimitable de la realidad en comparación con la vacuidad impalpable de las pantallas.

En general los chavales y los jóvenes con los que tengo trato, de una u otra manera, han padecido la gravedad de la pandemia y al mismo tiempo han sentido por primera vez en su vida que el gran tren en el que iban montados no estaba tan predeterminado como pudiera parecerles. Casi cualquier adulto envenenaría a su profesor si tuviera que hacer dos exámenes cada semana y presentar trabajos y deberes todos los días. Es verdad que lo hacemos en el trabajo, pero es otra cosa, y nos pagan por ello. Y tenemos en cierto modo ganada nuestra dignidad y nadie nos trata como amorfos pellejos que hay que llenar de instrucciones y materia. De modo que a sus ojos, esa locomotora detenida, más que espanto ha producido un júbilo interno liberador que muchos padres y madres han podido percibir en la actitud positiva y feliz de sus hijos durante esta cuarentena.

Estoy seguro de que ha habido situaciones muy complejas y dramáticas en muchos hogares estas semanas. También a muchos les ha llegado el eco, en el que no sé si se reconocerá el lector, de las voces profundas del cerebro, esas melodías semejantes al ronroneo de un gato o al murmullo de un arroyo, para las que nunca habíamos dispuesto de tiempo suficiente. El sosiego ha abierto en nuestras ventanas de percepción una forma novedosa de comprender la cotidianeidad. Quien más, quien menos, ha encontrado en el revolver de los cajones y en el horizonte sin urgencias, sorpresas de sí mismo y de sus deseos que espontáneamente han aflorado por los entresijos del tiempo deshilachado y fofo del confinamiento. Lo siento, se me va la mano poética. En una metáfora más abreviada quizá pueda entenderse. Hemos pasado de una irreflexiva carrera sin aliento contra los otros, al paseo sin prisas por el campo interior, con uno mismo o con la persona amada. Esta vida tan rara nos ha ofrecido la oportunidad de trascender nuestro yo como pasajero del tren y la ocasión de hacer cosas que aguardaban en la lista de pendientes y que ahora consideramos muy necesarias para la expresión de nuestra personalidad, para la claridad de nuestros actos, para la lucidez de nuestros objetivos vitales. Cosas que de no haber dispuesto de este tiempo sin tiempo quizá no hubiéramos emprendido jamás y se hubieran quedado como las semillas, en el sobre, sin expresión posible, sin dar esos sabrosos frutos de lo que, aunque no lo sabíamos, también somos.

Sí, hemos descubierto nuevas potencialidades, rincones de nuestro motor que aún pueden ser más eficientes, grasillas que nunca usábamos que resulta que lubrican mejor nuestra creatividad, espacios entre los dos pasos de un segundero donde el ahora se hace nuestro al cien por cien. Efectos estos tan benéficos que son muchos los que se empiezan a preguntar cómo podrán soportar el reintegro a la velocidad de la vida pasada. Incluso los que lloran porque los liberen del encierro y ruegan porque les dejen ir ya a trabajar, no tardarán en recordar con una nostalgia agridulce aquellos días en los que descubrieron que dentro de su maquinaria existían secretos péndulos y volantes que podían hacer oscilar su vida en planos insospechados de su carácter y su autorrealización.

Tenemos tantos juguetes. Disponemos de tantos recursos. Vivimos en una sobreabundancia tal, que a poco que nos esforcemos sabemos lo fácil que sería simplificar nuestro ritmo (y compartir nuestra riqueza). La cuarentena nos ha enseñado que no hay una sola forma de vivir y de convivir. Al otro lado de la pantalla hay una realidad de nosotros mismos que nos gustaría conservar y reproducir. Quizá decidamos que no queremos volver a subir al tren de alta velocidad. Quizá encontremos el modo de que el tiempo, el trabajo, el ser y el tener, el miedo y el amor, el llegar y el pasear, el yo y el otro, se conjuguen en una forma menos obsesiva, devoradora, competitiva y desalentada. Quizá el virus nos esté diciendo que el reloj de nuestra vida debería conservarse en nuestra mano y no transformado en el cronómetro que pulsa el exprimidor de nuestro tiempo.

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