Desnudar a un santo
No es que uno sea precisamente, como, ¡ay!, en tantas otras cosas, un experto en redes viarias, pero desde la simple aplicación de eso que se llamaba el sentido común y que cada vez parece que sea menos eso, común, pues qué quieren que les diga: ¿les parece que la desaparición de una estructura ya existente, pese a sus más que, por desgracia, evidentes y reales carencias, sea precisamente una buena noticia? Me refiero, claro está, a la planteada –quiero creer que es sólo eso, un planteamiento– desaparición de la línea del ferrocarril convencional que discurre por nuestra provincia, una línea, como por otro lado buena parte también del resto de ese tipo de red ferroviaria del Estado, usada muy por debajo de sus posibilidades reales, pero cuya desaparición es evidente que nos dejaría ya irreversiblemente sin una estructura cierto que actualmente de muy baja calidad como consecuencia de un progresivo abandono de su cuidado y, sobre todo, del hecho de que nunca hubo voluntad ni política ni económica de adaptarla a los nuevos tiempos, pero cuyo borrado definitivo del mapa –lo que hoy se cierra, mire usted, ya sabemos que no se recuperará nunca– nadie, ya digo, desde la óptica del ciudadanito de a pie, entiende que sea mejor que su remozamiento aunque esa puesta al día resulte económicamente cara (y habría que preguntarse si más o quizá menos que la tan cacareada, y desde luego necesaria pero oiga, en su justa medida, red de alta velocidad, que bien sabemos que construir un kilómetro de alta velocidad es increíblemente caro) cuando evidente parece que, a más de su innegable utilidad social, una vez modernizada su mantenimiento sería más barato, desde luego, de explotar que la alta velocidad, tendría probablemente menor coste ambiental y desde luego vertebraría cual se debe nuestro territorio. Una modernización quizá no fácil ni barata pero desde luego creo que legítima y altamente reclamable que no tiene que ser objeto de chalaneo alguno, es decir que no tiene que ser moneda de cambio de asuntos colaterales sean una mejor y mayor movilidad vehicular por carretera o la desde luego que más que conveniente transformación e integración urbana de los suelos ferroviarios en estos momentos sin funcionalidad alguna en Cuenca, Tarancón o Carboneras, que bienvenidas sean pero sin ser moneda de trueque, que, qué demonios, cual bien afirma la refranera sabiduría popular, no hay que desnudar a un santo para vestir a otro. Por Dios, de verdad, que no tengamos que modificar el título de la excelente y exhaustiva historia de nuestra relación con el ferrocarril hace ahora bien poco más de dos años puesta en la calle por José Luis Muñoz Ramírez –“El día que el tren llegó a Cuenca (y los trenes que nunca llegaron)”– para tener que añadirle “y los que un día nos quitaron”.