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Eduardo Soto
Eduardo Soto
11/05/2020

Los astronautas en el planeta del virus

Los niños empezaron a oír como sus padres embelesados hacían planes para cuando la nave aterrizara de nuevo en el planeta. Y ellos jugaban también a contarse las cosas que iban a hacer cuando salieran al exterior. Carina quería correr por un campo de amapolas y margaritas, tumbarse en la hierba fresca y tupida, rodar sobre sí misma y quedarse tumbada boca arriba mirando el deambular de las nubes de algodón. A Cristina le bastaría con el mar, buceaba casi todas las noches entre peces de colores que jugaban dentro de las anémonas y en los recovecos del coral de su almohada. Que Paco no lo contaba, pero quería acariciar una oveja, no estaba seguro si a la oveja le gustaría aquello, pero lo había visto una vez en una película y no quería morirse sin apretar un corderito blanco, o negro, contra su pecho, quería sentir si sus brazos podían calmar su temblor de animal, quería hundir las narices en su pelambrera de lana grasienta, apestosa y hospitalaria.

Elena quería subir a lo alto de un cerezo y empacharse hasta el dolor de tripa, mancharse la camiseta de ese rojo bermellón excitante. Sospechaba Elena que siempre que el sol la quemara y la brisa balanceara las ramas lo suficiente como para hacerla temblar, y las hormigas rojas piconas merodeasen entre sus dedos, podría certificar que la vida tenía una forma reconocible, de recuerdo único y en cierto modo imborrable. A Antonio, un poco más mayor, se le había despertado un especial interés por saber cómo crecían las zanahorias bajo tierra y si era verdad que la rúcula tenía flores blancas en forma de cruz, quería coger una azada y cavar un surco largo y poco profundo, su abuelo le había contado una mentira: que la tierra buena cuando la revuelves huele como la axila de una mujer joven que ha trepado a una risca. Manolito, que era un poco más introvertido, y durante el vuelo al planeta futuro se había leído todos los cuentos de menos de veinte páginas que había en la nave, guardaba el secreto deseo de cuando aterrizaran, perderse en un bosque, perderse de verdad, que lo tuvieran que buscar y que a ser posible no lo encontraran en quince días. Como a Alfanhuí, el día que su papá lo había aupado para que lo atisbara desde el ventanuco de la nave, se le había metido dentro de la cabeza el azul, el azul del cielo azul.

A Sebastián el encierro le había recordado que tenía un desafío pendiente: saltar desde el puente al río, como su prima. Pablo este año quería renunciar a la piscina, le gustaba la piscina y nadar, pero qué narices, le gustaba mucho más Miranda, la hindú del balcón de enfrente, y de ahí su inoportuno interés, según sus padres, por el baile oriental. No tenía ni idea de que India fuera un país tan grande, y según Miranda, en cierto modo, tan parecido al nuestro; algún día iría a India con Miranda, o al parque. Maribel en cambio, esperaba que esta fuera su oportunidad para cantar en público. Sin hermanos, se había despachado a gusto por youtube, con resultados digamos que desiguales. Una tal ahri_96 le ponía un me gusta en cada intento y comentaba que la avisase sin falta de dónde actuaría cuando aterrizasen.

Pilar no estaba segura de qué hacer. Por el entusiasmo que mostraban sus padres querría acompañarlos al bar y emborracharse allí, de sus risas y de su frenesí; no estaba muy convencida de que la dejaran beber, quizá podía acompañar a su tía Mercedes y viajar al pueblo donde había muerto el abuelo, no de coronavirus, sino de viejo. O eso decían sus padres, aunque la tía decía que eso ya no importaba un pimiento.

Todos estaban de acuerdo en una cosa: ser astronauta no había resultado tan divertido como podía parecer en las películas de las galaxias. Las naves son más pequeñas que cualquier patio de colegio, estar sentado todo el día es cansadísimo y el tiempo, si se pasa sumido en la oscuridad del espacio exterior, no tiene absolutamente nada de emocionante. Había que reconocer que estar sin colegio real compensaba en mucho tanto fastidio y que la virtualidad había sacado de ellos una nueva forma de pensar, sobre todo sobre sí mismos, y sus amigos, que aún no sabían si podría servirles para mejorar en el maldito currículum.

Los adultos hablaban de que nada volvería a ser como antes pero la purita verdad es que no parecía que eso iba a afectar en nada a los astronautas. A ellos, si la cosa acababa pronto, les acosarían con plazos, escrutinios urgentes, y ese secreto afán justiciero de los dómines por recuperar el tiempo perdido en la cuarentena. Como decían en los noticiarios, los grandes ya exigían a los que mandan estimular cuanto antes el consumo, la producción de cemento, seguir subvencionando los combustibles fósiles, reducir o eliminar el impuesto por generación de CO2 y estimular la inmediata demanda de coches de combustión. El astroviaje nos devolvía a ese prenaufragio en el que nuestra salvación se fundamenta en consumir, consumir cuanto antes y a dentelladas, nuestros propios botes salvavidas. Siento que aterrizamos en un planeta todavía inerciado hacia el colapso, enfermo de consumitis, sordo a las alternativas.

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