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José Ángel García
José Ángel García
07/03/2019

A propósito de una exposición

Que el cambio climático es un hecho y que buena parte de ese cambio –del calentamiento global, vamos –se debe a la actividad humana, es algo más que constatado y probado por el concierto científico por más que haya aún a quien no parece importarle y, tras ir retirando a su país de la lucha contra el fenómeno, aún juega, irresponsable, a ponerlo en duda a golpe de algún que otro twit de más o menos sarcástica pretensión, twit de inmediato negado por expertos como el secretario general de la Organización Meteorológica Mundial al aseverar cómo el intenso clima frío que recientemente sufrió el este de Estados Unidos al que se refería el estrafalario prócer no contradice en modo alguno ese cambio climático, que nadie dice que las bajas temperaturas y la nieve no vayan a continuar formando parte de los patrones climáticos invernales en nuestro norteño hemisferio, que no hay que confundir las churras con las merinas y hay que saber distinguir entre el tiempo diario a corto plazo y el clima a largo plazo y los datos son los datos, y esos datos (datos de la propia Organización Meteorológica Mundial que es el portavoz autorizado del sistema de las Naciones Unidas sobre el estado y el comportamiento de la atmósfera de la Tierra) bien claro nos señalan que, aparte de la acción de los propios procesos naturales –que ya de por sí , según también un grupo de investigadores, el periodo 2018-2022 va a ser más cálido de lo habitual por causas naturales– los últimos cuatro años son un claro signo de ese cambio climático a largo plazo debido a concentraciones record en la atmósfera de gases de efecto invernadero; unos datos que dejan bien patente cómo la temperatura media global de la superficie terrestre fue en 2018 de aproximadamente un grado centígrado por encima de las temperaturas preindustriales, es decir, del periodo de entre 1850 y1900, una situación que no es desde luego para tomarse a broma. Y un ejemplo palmario de cómo ese cambio y ese calentamiento afectan al propio futuro del planeta está en el deshielo que el Ártico lleva décadas sufriendo –se calcula que en los últimos veinticinco años la capa de hielo marino del océano se ha reducido en tres cuartas partes y ha perdido la mitad de su grosor– y que se nos muestra en la exposición que en nuestra capital, en la carpa instalada en el Parque de San Julián, nos ha traído la Caixa bajo el más que apropiado título de “El Ártico se rompe”. Una exposición que, además de acercarnos a la realidad de unos parajes de excepcional belleza y a la vida y cultura de quienes la habitan, es diáfano paradigma de cómo estos cambios que están desencadenando una aceleración del cambio climático afectarán a todo el planeta si no nos decidimos de una vez, en mancomunada y real acción, a hacer frente, pero que ya, a tan serio problema.

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