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Orión
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13/02/2018

Desiguales

El presidente Rajoy es un personaje dotado de una extraña y paradójica habilidad: siempre te sorprende aunque siempre haga lo mismo.

Vayamos a una de las múltiples muestras que ha dejado como ejemplos.

Cuando hace unos años el índice de Gini ( y la percepción de cualquier persona que viviera pegado a la realidad o leyera los datos que recogían las estadísticas incluso oficiales) demostró que la desigualdad en España crecía aceleradamente, Rajoy manifestó desconocer que hubiera un índice numérico para medir la desigualdad: si no hay metro no hay medida. Todo lo demás son apreciaciones, rebatibles, matizables.

Pero lo cierto es que las personas que la padecen son hoy más y la sufren con mayor intensidad.

Hace un par de semanas, preguntado por la desigualdad salarial entre hombres y mujeres, cuyo debate se abre paso en estos días avivado por las rutilantes alfombras rojas de los festivales cinematográficos, esquivó la respuesta diciendo algo así como un no entremos en eso.

El mismo personaje, la misma técnica de escaqueo que no hace sino suscitar preguntas en quienes lo escuchan: ¿No está la desigualdad en la agenda del Gobierno?¿ No tiene interés en adelantar el debate?¿ No le preocupan los estragos, sociales y personales que la desigualdad producen?

Lo cierto es que el tema es de rabiosa actualidad y pensamos que acometer acciones para disminuir su impacto es un asunto urgente.

Pero hoy nos gustaría hacer un comentario sobre esa clase de desigualdad que tiene su origen en el sexo de las personas. Nadie puede dudar de que la igualdad entre hombres y mujeres no existe en la realidad.

Hoy se reivindica que se aplique para ellas el mismo salario a igual trabajo; que se respete la igualdad de derechos y obligaciones en el ámbito doméstico que prescribe el Código Civil y que tan distante está de hacerse realidad en muchos hogares; que se respete su libertad sexual y se persigan con mayor eficacia las agresiones y actos de violencia que se perpetran contra ellas en el trabajo, en la calle, en los hogares y cuyo número es significativamente mayor que los que se cometen contra hombres.

Es seguro que estas diferencias se han dado desde antiguo y que lo verdaderamente novedoso es que hoy se reivindiquen de modo tan notorio.

Debemos alegrarnos de que hayan dejado de ser “cuestiones personales” y se hayan convertido en temas que se incorporan a la agenda política y social, sobre todo porque afectan a un aspecto de la convivencia que está en la base de la armonía social, de la justicia y del respeto a la dignidad de las personas. De todos, de mujeres y de hombres.

Y un último enfoque. Si aceptamos convivir con estos comportamientos sin esforzarnos por erradicarlos ¿no estaremos aceptando tácitamente que el derecho de los hombres a la seguridad es superior al que de hecho tienen las mujeres?¿ no estaríamos aceptando que esta es una sociedad que no les brida las garantías para vivir seguras, dentro y fuera de casa?

Que una persona, por haber nacido hombre, tenga mayores derechos, mayor seguridad, que otra que haya nacido mujer es un atentado a su dignidad y una enfermedad moral en cuya curación todos deberíamos entrar de inmediato.

Queda dicho.

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